Parricidio de Ubrique: Papá es un monstruo
Galería del Crimen | Capítulo 2
La madrugada del 6 de octubre de 2014 Juan Márquez se levantó de la cama en Ubrique y mató a cuchilladas a sus hijos Laura y Juan Pablo
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La madrugada del 6 de octubre de 2014 Juan Márquez se metió en la cama con cuatro palabras martilleándole la cabeza: “No puedo con ella”. Ella era su hija Laura, de 19 años. Su primogénita. La madre de Laura había muerto de cáncer el noviembre anterior pero a Juan le había durado poco la pena. Bah, cosas de la vida. El viudo, a sus 54 años, había tardado apenas tres meses en iniciar una nueva relación con una chica de 24 primaveras de origen marroquí llamada Fatia. Se había enamorado como un colegial. Hasta el punto de llevársela a vivir a la casa familiar con su hijo menor, de sólo 16 años. Juan Pablo, como su hermana, sí quería a su madre. La adoraba, de hecho. Por eso, pese a su corta edad, no dudaba en quedarse a su cuidado en el hospital durante la última etapa de su larga y dolorosa enfermedad. Su padre no lo hacía. La excusa era que tenía que trabajar.
Juan estaba empleado en una de las firmas dedicada a la marroquinería en Ubrique y antes había sido guardés en una finca cercana al pueblo. Tras varias horas de insomnio, en las que llegó a la conclusión de que Laura era el principal obstáculo para poder vivir su romántica historia de amor con la veinteañera (“no puedo con ella”), se levantó, se quitó el pijama, se vistió, se puso unos guantes de látex, agarró un cuchillo de 22,5 centímetros de hoja, de los que se usan para las matanzas de cerdos, y se dirigió a la habitación donde Laura dormía. Allí papá se transformó en monstruo. Empezó a acuchillarla. Lo hizo hasta en 26 ocasiones. Alguna con tanta furia que le destrozó tres costillas. Los gritos desesperados despertaron a Juan Pablo, que salió al pasillo a medio vestir y trató de defender a su hermana del ataque de la fiera en la que se había convertido un padre hasta entonces apático, ausente, pero no violento. Un chico de 16 años, espigado, moreno, contra una bestia. No pudo con ella. Recibió 14 puñaladas. La autopsia determinó que murió “por una herida de degüello causada desde arriba hasta abajo y por la espalda, tras oprimirle la cabeza contra el suelo”, y otra en el tórax que “le atravesó totalmente el pulmón”. Con Juan Pablo ya muerto, volvió a terminar el trabajo con su hija Laura, que había conseguido arrastrarse hacia la puerta y abrirla para intentar pedir ayuda. Su padre la alcanzó por detrás y volvió a apuñalarla. La dejó en el descansillo desangrándose. Sangre de su sangre. Su cadáver presentaba 15 heridas defensivas, todas inútiles ante un ataque salvaje. Luego, él mismo, herido en el forcejeo con sus hijos, cerró la puerta con llave y huyó al monte.
La mañana después del crimen
La mañana del 6 de octubre me preparaba para desplazarme a la redacción del Diario cuando mi teléfono móvil sonó. Se había producido un doble parricidio en Ubrique. Cogí el coche y me puse en camino. Los hechos habían tenido lugar en el número 70 de la calle San Sebastián, en pleno corazón del pueblo. Tras aparcar me dirigí al lugar, que estaba tomado por la Guardia Civil. Varios miembros de la Científica iban y venían con sus monos blancos como figuras espectrales. Las caras de los agentes reflejaban el horror al que habían asistido y que había dejado huellas no sólo entre los vecinos sino en las propias calles. En el cauce canalizado por donde discurre el río que toma su nombre del pueblo serrano aún había restos de sangre. Goterones que dejaban un rastro macabro. “Ha sido una carnicería”, me dice un agente que apenas si puede aguantar las lágrimas. Hablamos con algunos vecinos. Relatan las desavenencias entre los hijos y su padre, el entonces todavía presunto responsable de la matanza. Cuentan que a Juan Márquez le gusta el monte, los tiros, las cacerías. De hecho, la Guardia Civil comprueba que tiene licencia de armas y que posee dos escopetas y un rifle. “Ándense con ojo”, pide un teniente a sus hombres.
La Guardia Civil, con el apoyo de la Policía Local, inicia una batida por el monte para intentar localizar a Juan. Mientras esto sucede me encamino hasta el instituto donde cursaba sus estudios Juan Pablo para conocer más detalles de esa vida que alguien ha arrebatado brutalmente. Sus compañeros están impactados por la noticia. Me hablan de un buen chico, un joven a quien la pérdida de su madre y el desapego de su padre le borraron la sonrisa. Porque esa muerte no sólo le dejó huérfano sino prácticamente abandonado a su suerte. Su hermana Laura se había marchado a Sevilla a estudiar Administración de Empresas y Finanzas y su padre perdió la cabeza por una chavala. En el pueblo cuentan que se la llevó a vivir con ellos y que Laura no lo consintió. En marzo, sólo un mes después de que la parejita se instale, se planta en Ubrique y echa a Fatia. Le dice que esa es su casa y que no va a permitir que viva allí con su padre y su hermano unos meses después de morir su madre. Juan se lo toma mal. Quiere quedarse con la vivienda. Propone a sus hijos que se repartan la herencia y que él se quede con el piso y ellos con unas tierras de la familia. Pero Laura y Juan Pablo no acceden. Laura presenta una denuncia contra su padre para intentar evitar que su progenitor les deje en la calle aduciendo que tras la muerte de su esposa es el propietario legal. La relación se tensa. “No puedo con ella”, va contando Juan por el pueblo. Juan está obsesionado con Fatia, su amor de piel morena. Su sueldo en la firma de marroquinería es de unos 1.300 euros al mes, por lo que decide alquilarle una casita para que viva allí y no duda en correr con todos los gastos. Todo le parece poco para su niña. Le promete que los fines de semana los pasarán juntos. Además, en un arrebato, pide un crédito de 5.100 euros para pagarle una operación de aumento de pecho.
Mientras que su padre piensa en encontrar dinero para operaciones estéticas de la piba, Juan Pablo las pasa canutas. Juan se ha desentendido de él. No paga las facturas que genera la vivienda, va acumulando deudas que amenazan con un desahucio, no compra comida, no se ocupa de las necesidades más elementales de un niño de 16 años. También ha dejado de costear los gastos de su hija Laura en Sevilla, por lo que tiene que abandonar la carrera universitaria y en septiembre de 2014 vuelve a Ubrique. El problema no es sólo ése sino que Laura no soporta estar lejos de su hermano en un momento tan difícil.
Porque en estos meses la situación se hace tan precaria que Laura decide acudir a los Asuntos Sociales del Ayuntamiento. Consigue una ayuda mensual de 480 euros con los que, al menos, poder ir haciendo frente a algunas deudas y comprar alimentos básicos. Pero ni así les llega para subsistir. Por eso Laura empieza a buscar trabajo y lo encuentra el 26 de septiembre en un supermercado muy conocido de la localidad. Allí la noticia de la muerte de Laura y su hermano tiene conmocionados a trabajadores y clientes. Describen a Juan como un hombre callado, incluso tímido. Una mujer que dice ser amiga suya comenta que “pero si prácticamente no habla. No es agresivo. ¿Cómo va a ser capaz de matar a sus hijos?”.
Tras mi paseo por el instituto y el supermercado vuelvo al epicentro de la tragedia. Intento acceder al inmueble pero los agentes no me lo permiten. La Científica ha ido numerando cada posible prueba de la investigación con pequeños distintivos amarillos. Me encuentro con mi buen amigo Manolo González, portavoz de la Comandancia de la Guardia Civil de Cádiz. Manolo es padre de una niña. Yo tengo dos chicos. ¿Cómo puede alguien hacer daño a sus hijos?, nos preguntamos con la mirada. La mañana avanza y la búsqueda del asesino tarda en dar resultados. Pasan las dos de la tarde cuando entramos a un bar a reponer fuerzas. Hay pocas ganas de hablar. En un viejo televisor sostenido en las alturas por una repisa rinconera se habla de la noticia que ha conmovido a todo el país. En ese momento el móvil de Manolo rompe el silencio. “A la orden mi teniente… Sí, sí, afirmativo. Voy para allá”. Cuelga. Me mira. “Lo tenemos”.
La detención
Después de huir Juan Márquez tiró para el monte. La Guardia Civil y la Policía Local iniciaron un dispositivo para encontrarlo siguiendo el reguero de sangre, suya y de sus propios hijos, por el cauce canalizado del río Ubrique que atraviesa la localidad en dirección a los montes cercanos, a una zona conocida como Los Olivares, un pequeño promontorio donde se ubican depósitos de agua municipales y que está situado a la entrada de uno de los accesos al municipio. El dispositivo estuvo formado por más de un centenar de agentes de los distintos cuarteles de la Guardia Civil en la Sierra gaditana, apoyados por un helicóptero y por la unidad canina de la Benemérita afincada en El Puerto de Santa María. A los sabuesos se les dio a oler prendas del agresor para que pudieran seguirle la pista. La Guardia Civil no sólo encontró a Juan sino también el arma homicida, que había sido lanzada a un arroyo cercano.
El agente que localizó a Juan contó después que lo encontró “sentado, descansando, muy débil. Tenía una herida en la pierna y como había podido se había hecho un torniquete. Di la alarma a mis compañeros y lo detuvimos. Mientras le poníamos las esposas nos decía: Pegadme un tiro, pegadme un tiro. Mis hijos me tenían harto”.
Una vez detenido, la Guardia Civil lo llevó al hospital de Villamartín para que le curaran las heridas. Pero yo quería verlo. Quería ver al monstruo. No por cuestión de morbo, simplemente necesitaba ponerle cara al hombre que había acuchillado sin piedad a dos chicos, uno de ellos menor de edad, que hacía sólo unos meses se habían quedado huérfanos de madre. Tras mucho insistir conseguí captar una fotografía de Juan que acabó publicándose en la portada del Diario de Cádiz del día siguiente. Durante mucho tiempo la tuve guardada en mi móvil como recordatorio de hasta donde es capaz de llegar el ser humano. En la imagen se ve a Juan sentado entre unas piedras a la sombra de un árbol con las piernas extendidas y las manos esposadas a la espalda. Lleva unos vaqueros ensangrentados y unos zapatos marrones con cordones, una camisa celeste a cuadros rota que deja al descubierto un pecho velludo. Tiene la mirada perdida. No parece un monstruo. Pero, ¿qué pinta tienen los monstruos?
Tras ser atendido en el hospital, y ataviado con una vestimenta sanitaria de color azul, fue llevado hasta el cuartel de la Benemérita de Villamartín. Allí, en presencia de su abogado, prestó declaración y confesó los hechos ante la recomendación del letrado.
En su declaración, a la que tuvimos acceso posteriormente, Juan contó a los agentes que “discutía mucho con Laura por mi nueva pareja. Laura era insoportable y mi hijo últimamente se estaba volviendo como ella”. “La noche del crimen Laura llegó a casa sobre las once de la noche. Nos pusimos a discutir en cuanto cerró la puerta. Luego nos fuimos a dormir. Me levanté sobre las cinco de la mañana. No podía conciliar el sueño. Cogí un cuchillo. Lo usaba para la matanza de los cerdos. No aguantaba más la actitud chulesca de mi hija. Fui a su habitación y le clavé el cuchillo. Comenzamos a luchar y forcejeando salimos al pasillo. Mi hijo apareció de repente. Imagino que le alarmaría el ruido. Le apuñalé sin querer. Fue un accidente. A él no lo quería matar, no tenía nada contra él. Creo que fue ahí cuando me lesioné en la pierna. A pesar de estar malherida, Laura consiguió abrir la puerta de casa y salir a pedir ayuda. La perseguí. Salí de la casa y, junto al portón del vecino, le di una última puñalada en la espalda. Después cerré la puerta con llave y huí. Crucé el río y fui callejeando hasta los depósitos de agua. Casi no podía andar, iba mareado. Me bajé los pantalones. Sangraba mucho. Me hice un torniquete para evitar desangrarme. Pensé en suicidarme, quería quitarme la vida. Vi a guardias civiles por allí, supuse que me estaban buscando. Intenté llamarlos pero no tenía fuerza para gritar. Yo sólo quería estar con Fatia. Y Laura me lo impedía. No podía con ella”.
El juicio
“¿Qué recuerda del 6 de octubre?”, le pregunta el fiscal a Juan. “¿El 6 de octubre? ¿Cuando se mataron los niños?”. Juan vive en su realidad paralela. Todavía, dos años después del crimen, sigue destilando odio hacia Laura. “Yo quería a Juan Pablo. A Laura no porque se había vuelto rebelde y no atendía a razones”. A Laura no la quería porque Laura no quería ver a su nueva novia, a Fatia, en la casa. A Laura no la quería porque no quiso negociar con él la entrega del piso. “Mi hija no quería que yo estuviera con ninguna mujer, quería que yo estuviera siempre solo, aunque ella podía tener los novios que quisiera. Si yo no hubiera tenido a esta mujer, hubiera tenido otra”, manifestó seguro, la mayoría de las veces hablando como si sus hijos vivieran, como si él no se hubiera comportado como un monstruo.
Porque aunque Juan Márquez confesó su crimen a la Guardia Civil nada más ser detenido primero y posteriormente en su declaración en el cuartel de Villamartín, en el juicio, celebrado en la Sección 8ª de la Audiencia de Cádiz con sede en Jerez, intentó convencer al jurado popular que le juzgó de que lo hizo bajo coacciones y que Laura y Juan Pablo se mataron entre ellos. “La pelea –dijo al tribunal– se había originado porque Laura había robado una bolsa que contenía oro. En la habitación de Laura ninguno de los dos llevaba un arma, pero cuando fui a mirar si faltaba el oro que decía Juan Pablo, los dos ya se habían armado con los cuchillos y apareció Juan Pablo sangrando y diciendo que Laura le había matado”. ¿Cómo pudieron asestarse tantas cuchilladas en tan poco tiempo?, le preguntaron. Y el acusado esgrimió que no se acordaba. ¿Cómo sale en un forcejeo con su hija a llamar a la puerta de un vecino? “Porque ella estaba agarrada a mí”. ¿Cuál de sus dos hijos murió antes? “No lo sé”. “No sé cómo se mataron, pero lo hicieron. Yo no he matado a mis hijos”. “Nunca he pegado a mis hijos. Nunca he matado a ningún animal, sólo despedazaba en la matanza. Era Laura quien quería matarme a mí”, aseguró Juan Márquez en el juicio. Pero fueron Laura y Juan Pablo quienes acabaron muertos. Bueno, en realidad, todos acabaron muertos.
Juan Márquez fue condenado por dos delitos de asesinato con el agravante de parentesco y también por un delito de abandono de su hijo, menor de edad. La sentencia consideró que en el caso de la hija se produjeron los agravantes de “ensañamiento y alevosía”, por lo que se le impuso una pena de 25 años por este asesinato y 20 por el de su hijo menor. Posteriormente, el TSJA modificó la sentencia y rebajó la pena a 35 años y medio de prisión, aunque finalmente el Supremo la elevó hasta los 40 años y medio.
Sin embargo Juan Márquez sólo pudo cumplir cinco años y medio de condena porque el 29 de junio de 2020 fue encontrado muerto en su celda de la prisión de Huelva, en la que permanecía interno desde que solicitó el traslado en Puerto III. La causa de su muerte fue un infarto. O al menos esa es la versión oficial.
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