La ola que colmó el vaso: los profesionales sanitarios están agotados
CORONAVIRUS CÁDIZ
El personal de la sanidad no puede soportar más presión tras encadenar una ola tras otra. El virus cada vez cobra más fuerza mientras ellos la van perdiendo
El cansancio psicológico es mayor que el físico y piden a la población más responsabilidad
Cádiz/Son las cuatro y dieciséis de la tarde y en el recién renovado acceso a las Urgencias del Hospital de Puerto Real el trasiego es continuo. Me llama la atención la llegada de ambulancias, una tras otra. “No paran”, pienso en voz alta. “Llevan así todo el día - me responde una mujer con un café de máquina en la mano -, yo estoy aquí desde temprano con mi madre y es un no parar”. “¿Está bien su madre?”, pregunto. “Bueno, a ver como evoluciona. Estamos esperando algunas pruebas, pero ya te digo que es un Covid porque tiene todos los síntomas”, responde. “Qué haya mejoría. Ánimo”, le contesto mientras me acerco a un chico, trabajador del hospital, que sale apresurado con un teléfono en la mano. Cuando ya está solo, alejado de la puerta, se baja un poco la mascarilla y toma aire profundamente. Cierra los ojos. Inspira, espira, inspira, espira… es casi hipnótico.
Se llama Rafa Poce, es auxiliar de enfermería y me disculpo por romper su momento de descanso y charlamos un rato. Rafa no tiene ninguna duda de que este es el peor momento que está viviendo en sus más de 20 años de carrera profesional. “Esto es agotador. No levantamos cabeza”, dice. Tiene la sensación de que la pandemia no tiene fin por mucho tiempo y esfuerzo que se le dedique. “Cada vez estamos más cansados, física y psicológicamente, cada vez son mayores los esfuerzos y también son mayores los números de contagios y fallecidos. No tiene sentido. Te entregas al completo, pero no vemos los frutos. Así semana tras semana y eso te afecta mucho”.
Pero pese a que ve todo esto como un “sinsentido”, enseguida encuentra una explicación. “Aquí damos el 100%, nos tomamos muy en serio nuestro trabajo, pero después salimos a la calle y vemos como la gente no cumple las normas, algunas muy básicas”. Reconoce que ha tenido que morderse muchas veces la lengua para no decirle “cuatro cosas a más de uno”. No le faltan ganas de invitar a esos “insensatos e irresponsables”, a que pasen junto a él un turno de 14 horas. Dice que los llevaría al circuito respiratorio, los pasearía por la Planta Covid o por la UCI para que vean lo que hay. “Esto no es un juego, es una guerra que solo la ganamos entre todos con responsabilidad”, dice.
De sus palabras sale la frustración acumulada de casi un año de pandemia, 11 meses de trabajar con equipos de protección que son muy incómodos, pero a los que da gracias porque, al menos, ahora puede contar con ellos. Al principio de todo había que sumar también que el material escaseaba y el temor era mucho mayor porque estaban luchando contra un virus desconocido a pecho descubierto.
Pero el miedo no se ha ido y eso es una carga adicional que cada día se llevan a casa. Lo que peor lleva Rafa y la práctica totalidad de los sanitarios, es el miedo a contagiar a su familia. “Sé que hoy soy negativo, pero no sé si mañana seré positivo y con ese miedo vivimos, con el temor contagiar a nuestros padres, parejas o hijos porque, cuando te das cuenta que lo tienes, a lo mejor te has pegado 4 o 5 días con ellos”.
Los sanitarios viven continuamente en alerta. No se relajan porque su trabajo le devuelve a la realidad de golpe y porrazo en cuanto desconectan un poco. Eso no ocurre en el resto de la población porque nos hemos acostumbrado a vivir con el virus. Todas las novedades que vivimos en marzo son ya parte de nuestra rutina, de nuestro día a día en esta extraña y nueva normalidad. Y eso, al final, hace que nos relajemos. Lo podemos llamar adaptación, resiliencia o insensatez, pero es una realidad que, pese a ser conscientes de que la situación empeora, en general, el porcentaje de miedo se ha reducido.
“Nos hemos relajado mucho”, dice Rafa. “Al principio de todo llegaban al Hospital los abuelos y podíamos intuir, por su clínica, que tenían muchas posibilidades de estar infectado por la Covid. Pero ahora, en el último mes, la gente llega sabiendo que es positiva y te cuentan historias con mucha tranquilidad. Desde que se han ido a esquiar con un positivo y han vuelto todos en el mismo coche, hasta las habituales comidas y reuniones familiares. Se ha perdido el miedo y esto es una cadena que si no cambiamos no se rompe”.
Apenas han pasado unos minutos y Rafa tiene que volver al trabajo. Él mismo pone fin a la conversación con una frase que resume todo: “En fin, que estoy loco por ponerme la segunda dosis de la vacuna y ver cómo evoluciona todo porque la presión es muchísima”, dice dando un paso adelante. “Gracias, Rafa. Suerte y buen turno. A cuidarse”, le digo.
Rafa habla en nombre propio. No es portavoz de nadie, pero estoy convencido de que cualquier sanitario firmaría su manifiesto en el caso de que lo fuese. Muchos están redoblando esfuerzos y eso no significa necesariamente que realicen dobles turnos. Hacen mucho más, en el mismo tiempo y, claro está, con el mismo sueldo.
“¡Qué pena que sigamos liándola tanto cuando ya tenemos hasta lo inimaginable: una vacuna!”, me decía hace unos días un sanitario, con toda la razón del mundo. “Pero parece que para que nos demos cuenta tenemos que ver morir a gente cercana. Vamos, lo que decía mi madre, que nadie escarmienta en cabeza ajena”.
Antonio (no es su nombre real, que no quiere revelar para “evitar problemas”) es enfermero en un centro de salud de la provincia y solo es necesario hablar con él unos segundos para intuir el nivel de estrés al que está sometido. La conversación con él me genera cierta ansiedad. Apenas me da tiempo de tomar notas porque dice mucho en muy poco tiempo. En los últimos tiempos su trabajo se realiza en gran parte a través del teléfono y quizás, de forma inconsciente, quiere optimizar toda conversación telefónica para pasar a otra. También conmigo.
“Esto es un trabajo agotador que nunca se acaba”, dice. Las siete horas que a diario pasa en el Centro de Salud se quedan muy cortas, por eso cuando llega a casa enciende su propio móvil (con número oculto), conecta su ordenador personal a un escritorio remoto y echa una media de cuatro horas (muchas más los fines de semana y festivos), por supuesto no pagadas ni reconocidas. Y como él, otros muchos compañeros. “Las listas son interminables. Cuando sacas a dos pacientes de la lista te han entrado 20 más”, asegura. Él mismo estuvo trabajando desde casa el día de Año Nuevo e incluso el día de Reyes, “antes de abrir los regalos, estuve haciendo llamadas porque quería avisar a algunos de que eran negativos y que tuviesen esa alegría en un día tan especial”.
Por eso habla con cierta decepción. Es consciente de que algunos profesionales como los rastreadores son objetivo de críticas muy inmerecidas. “No damos abasto. Se llama a una persona, se cuelga y se llama a otra. El nivel de trabajo es brutal y siempre estamos tirando de todo el personal disponible. Ahora, incluso cuando un compañero se tiene que aislar en casa por ser contacto de un positivo no se le da la baja. Se le da un teléfono, una conexión remota y empieza a llamar a gente desde casa”.
Otra falsa creencia que mina la moral de los profesionales es que como los centros de salud están “semi cerrados” allí no se trabaja. “Tenemos la sensación de que hay más citas que minutos. Las agendas que habitualmente tenían 40 o 50 pacientes están ahora en 150, y el 80% de ellas son por asuntos que tienen que ver con la Covid”, asegura.
También en muchos centros de salud hay puntos de realización de pruebas PDIA, los llamados Auto-Covid. Y otros profesionales son trasladados a tomar pruebas a otros puntos en el caso de que las instalaciones del ambulatorio no lo permitan. Como ejemplo sirve el modulo del Hospital de San Carlos (San Fernando), donde antes de Navidad se realizaba una media de 80 PCR al día, y ahora se hacen más de 300. “Ese trabajo cae en las espaldas del personal sanitario que está agotado, muy cansado y, por qué no, enfadado”.
Pero el cabreo de la población también es importante. En redes sociales se pueden ver mensajes de usuarios pidiendo “teléfonos que funcionen” de uno u otro centro de salud, o mostrando su indignación porque nadie responde a su llamada. Esas críticas, que también llegan directamente a los sanitarios y a veces no con las mejores formas, se suman a su carga diaria. “Los teléfonos del SAS no comunican y si la línea está ocupada te ponen en espera hasta que el usuario se canse o se corte la llamada, por eso creen que nosotros no respondemos porque no queremos, cuando estamos saturados de tanto trabajo. Es muy injusto porque es un paciente tras otro”, dice Antonio.
Cuando alguien se esfuerza en su trabajo quiere que las cosas salgan lo mejor posible, pero el simple hecho de estar ya en la tercera ola, les dice que con su trabajo no es suficiente. Lo saben bien los propios rastreadores que cada día, sin quererlo, se convierten en una especie de “Policía Covid”, recordando a la población que no se están haciendo bien las cosas. El “debe usted aislarse y no puede salir” se repite como un mantra. “No se puede generalizar porque hay de todo. Gente muy comprensiva que asume todas las normas y se aísla, y otra que pasa de todo”, dice Antonio. El caso más común es la exigencia por conocer el resultado de una PCR por si es negativa hacer vida normal. “Cuando les decimos que, aunque sea negativa tiene que seguir aislado si ha sido contacto de un positivo, hay quien no se lo toma bien y no lo cumple”.
Es entonces cuando los sanitarios se preguntan: ¿merece la pena el esfuerzo? ¿compensan las horas de más? “Esto es una lucha diaria a la que no le vemos fin. No salimos de una ola cuando ya estamos entrando en otra”, es, según Antonio, la sensación actual.
La desesperación de muchos usuarios que no han conseguido contactar con el centro de salud ha convertido cuestiones que eran rutinarias en emergencias, ya que se han usado servicios como el del 061 para temas que se podrían resolver en un ambulatorio. Lo dice Joaquín Muñoz (Quino, para quienes lo tratan de cerca), Técnico de Emergencias Sanitarias en ‘Ambulancias Barbate’.
Él estuvo destinado, cuando estalló la crisis sanitaria, a un servicio dedicado en exclusiva a recoger a pacientes Covid. “Teníamos mucho miedo porque apenas había sistemas de protección y debíamos manipular a los enfermos, cuerpo a cuerpo”. Ese “vivir en tensión” dejó a los trabajadores muy tocados. Por eso, la segunda ola, y mucho más la tercera, los coge ya sin fuerzas. “Cuando parecía que la situación se estabilizaba hemos visto con estupor las imágenes de la Navidad y ya sabíamos que esto pasaría otra vez”.
Ellos son, en muchos casos, la puerta de entrada al sistema sanitario, por lo que toda precaución es poca. Eso ha supuesto que, por la naturaleza de su trabajo, se hayan convertido en contactos estrechos de positivos y tuviesen que someterse, en más de una ocasión, a aislamientos domiciliarios o directamente bajas por contagio. “El trabajo lo hacemos como siempre, intentando dar el mejor trato porque para eso estamos aquí y nos encanta nuestra profesión, pero son muchos meses de arrastre y llega un momento en el que necesitamos parar para tomar aire y no podemos. Una ola va detrás de otra y estamos permanentemente en alerta”, dice Quino.
El crecimiento de la pandemia lo vemos en las actualizaciones que cada día ofrece la Consejería de Salud y Familias, pero Aurora Salvador, médico de Urgencias en el Hospital de Puerto Real y una de las personas que atiende el circuito respiratorio, lo ve con sus propios ojos en cada turno. Desde que se estrenó como profesional en 1996 siempre ha trabajado con serenidad, pero ahora reconoce que entra el circuito respiratorio (donde se atienden a pacientes positivos en Covid o sospechosos de serlo) y se pone “como una moto”. También considera que es el peor momento de todos sus años como profesional de la medicina.
Dice que, al principio de todo, en febrero, tenía mucho miedo y mucha incertidumbre porque no sabían nada del virus. “Me hacía gracia cuando entonces hablaban de “los expertos” porque nadie lo era. Serían expertos en otros virus, pero no en este que era un completo desconocido”. Entonces había días que se bloqueaba y otros en los que sentía que sacaba lo mejor de ella. Son los dos extremos de trabajar bajo una presión, hasta entonces inédita.
Tiene grabada una escena que se dio en las urgencias. Una compañera sacó el móvil y se pusieron a ver un vídeo de cómo una enfermera china se vestía para entrar en la zona Covid. “Cuando vimos que se ponía tres capas, nos miramos a nosotros y dijimos: Aquí nos morimos”. Aunque reconoce que en urgencias pudieron contar con material de protección, aunque escasearon, no tenía nada que ver con los que existen ahora o con los que vieron entonces en ese vídeo.
También fue en ese momento cuando empezaron a sentir una carga emocional de la que no se han librado aún. Afloraba el temor de llevar el virus a casa, de contagiar a la familia, y este iba creciendo al mismo ritmo que crecían los contagios entre sanitarios. Entonces se vivía una primera ola, que en la provincia de Cádiz no fue tan cruel como en otros puntos de España, y cuando esta empezó a controlarse pensó que las medidas funcionaban, que los protocolos que cambiaban continuamente daban resultados y también que tenía mayor seguridad a la hora de atender a los pacientes. Por eso, la segunda oleada fue de enfado. “En verano nos relajamos demasiado. Creo que el turismo contribuyó mucho porque atendí en julio y agosto a mucha gente de otras comunidades y, claro, en septiembre ya estábamos de nuevo en una nueva cresta de la ola”.
El 29 de julio, el gerente del SAS, Miguel Ángel Guzmán, enviaba un mensaje interno a los sanitarios alertando sobre las agresiones que estaban sufriendo algunos facultativos por parte de personas que exigían certificados médicos que eximiesen del uso de las mascarillas y por otras distintas razones. En él se despedía con un mensaje que preocupó a los profesionales: “Aprovechad los días de descanso, el final de verano, otoño e invierno nos exigirán de nuevo lo mejor de nuestro desempeño y ahí estaremos para darlo”, decía.
Y así fue. La segunda ola llegó cuando el personal aún no se había recuperado de la primera. Muchos profesionales vieron como quedaban anulados sus permisos y vacaciones y como los equipos de protección volvían a ser indispensables en cada paso que daban. “Sentimos mucha frustración por empezar todo de nuevo, por revivir todo lo que habíamos pasado. Es cierto que lo hacemos con más conocimiento y más material, lo que da tranquilidad, pero es inevitable la sensación de derrota, de que no hemos aprendido, de suspenso”, describe Aurora Salvador.
Ahora, ni tan siquiera ha habido descanso ni vacaciones, aún no se había doblegado la curva de la segunda ola cuando ya estábamos empapados por la tercera. “Otra vez igual. No aprendemos. Además, cada vez viene peor y con más fuerza, mientras que el personal sanitario la va perdiendo”.
Miedo en la primera, enfado en la segunda y tristeza en la tercera. Así define Salvador la evolución de su estado anímico a lo largo de la pandemia. Con picos más altos y más bajos, con curvas también que se doblegan y crecen en lo físico y, sobre todo, en lo anímico.
Como otros profesionales no quiere generalizar. La mayoría de pacientes son cumplidores, pero no todos. Y eso juega en contra de nosotros mismos como sociedad. Aurora sabe que cuando informa a un paciente de que es positivo en Covid, a veces se queda solo con ese mensaje, se bloquea y desconecta de lo que le está diciendo. Por eso, además, le da un documento escrito con lo que debe hacer. “Pese a ello me he encontrado con pacientes a los que he llamado para ver cómo evolucionan, que deben estar aislado, y me preguntan que sí le van a hacer la prueba a su hijo, que sigue durmiendo con él y que si es mejor que deje de llevarlo al colegio al que sigue acudiendo pese a todo”.
Por escenas como esa los sanitarios se enfadan, se decepcionan y tienen sensaciones muy encontradas en su trabajo, que se tapan con los agradecimientos de quienes reciben el alta, cuando ven a pacientes que remontan tras pasar días muy graves en la UCI y en pequeños gestos que les recuerdan por qué eligieron esa profesión tan sacrificada y en demasiadas ocasiones tan poco reconocida.
“Cuando meto a un paciente en un box de aislamiento y los familiares me dan mensajes, me piden que le diga que le quieren mucho y que sea fuerte, se me parte el alma. Esa carga emocional no se queda en el hospital cuando te quitas la bata, te la llevas a casa mientras piensas ¿Por qué no nos cuidamos más? ¿Es necesario que nos toque un caso de cerca para que entendamos la gravedad de la situación? ¿Tan difícil es cumplir unas normas a las que nos obligan por nuestra propia salud?”.
Ver como empeoran los pacientes a ritmos insospechados o cruzar los dedos antes de ver el resultado de una radiografía, les deja muy tocados. Cada una de las casi 750 vidas que ha costado la pandemia en la provincia de Cádiz ha dejado heridas en personas de carne y hueso a las que se empeñan en convertir en héroes, dándoles una cualidad sobrehumana que no tienen. Son trabajadores y están agotados.
48 Comentarios