1941-42: la epidemia del piojo verde
HISTORIA
Con cientos de muertos en España admitidos por la dictadura franquista, los brotes de tifus exantemático de la posguerra convirtieron a Cádiz en uno de los principales focos del país
Cádiz/El bando del alcalde era taxativo: “Serán detenidos y conducidos a los lugares designados para su limpieza y despiojamiento todos los individuos de ambos sexos, de cualquier edad, que presenten señales de desaseo personal”. Los directores de las escuelas y colegios, agregaba, informarán sobre los escolares que porten piojos y su domicilio, los caseros de casas de vecindad y administradores y propietarios de fincas denunciarán a todos los vecinos que presenten evidentes signos de suciedad y parasitismo y el público en general denunciará a los desaseados. En caso de incumplimiento de estas órdenes, advertía Alfonso Moreno, habrá sanciones “tan enérgicas como proceda”.
El bando fue publicado en Diario de Cádiz el 15 de febrero de 1942 y de nuevo siete días más tarde con el añadido de un aviso a las porteras y porteros: debían denunciar los focos de parasitismo en 48 horas; si se descubría alguno en las casas donde ejercían sus cargos y no lo habían denunciado, serían multados con 50 y hasta con 100 pesetas.
Así empezó en la capital gaditana la campaña de prevención del nuevo brote de tifus exantemático que amenazaba con repetir lo ocurrido el año anterior. En 1941, la epidemia había acabado en España con la vida de al menos 1.644 personas. No era una cifra real. Era la admitida por las autoridades en un país gobernado por una dictadura militar, con la prensa y la radio sometidos a censura previa, totalmente controlados.
La epidemia había golpeado en 1941 a la provincia de Cádiz, que oficialmente había sumado 729 casos de tifus exantemático y había sido uno de los cinco focos del brote con mayor número de afectados, junto con Madrid, Málaga, Sevilla y Granada. Ese año, en el penal de El Puerto de Santa María, repleto de represaliados republicanos, fallecieron de enfermedades y hambre al menos 194 presos. Hacinados, mal alimentados y sin medios para mantener unas condiciones higiénicas mínimas, Daniel Gatica ha contabilizado que entre febrero y julio de 1941 murieron 134 presos en el penal. A la prensa local no le permitían publicar el número de muertos que había causado en la provincia el tifus pero el bando del alcalde de Cádiz de febrero del 42 dejaba ver la gravedad que suponía el regreso de la epidemia: el aumento de casos, decía, “podría causar estragos entre los vecinos”.
Pese a las medidas adoptadas (que incluyeron para obreros y empleados la obligación de poseer un certificado de limpieza familiar para poder trabajar), la epidemia volvió a repuntar en 1942. La provincia de Cádiz registró ese año 1.294 casos. Las autoridades centraron toda prevención en amenazar con sanciones a los desaseados pero obviaban que hasta el jabón estaba racionado en un país hambriento tras una guerra que los vencedores calificaban una y otra vez de liberadora.
El tifus exantemático, transmitido por los piojos, provoca una fiebre muy alta y un fallo hepático. En los años cuarenta del siglo XX conducía a la muerte en unos pocos días. Era una enfermedad asociada a la guerra y a los campos de concentración, a la ausencia de higiene. También a las casas de los pobres, a la miseria.
En la posguerra, el régimen franquista pretendía difundir una imagen de país sano, fuerte y limpio que chocaba con la realidad que mostraba la epidemia de tifus. Como explicó en un estudio Isabel Jiménez Lucena, el propio director general de Sanidad entonces, José Alberto Palanca, admitió años después que habían ocultado el problema. “Nosotros”, escribió Palanca, “tenemos la obligación de causar con nuestras medidas el menor trastorno posible al país, excusándole sobresaltos, molestias exteriores y hasta campañas políticas interiores. Por esta razón hemos silenciado en lo posible las epidemias de Granada y Sevilla y la primera de Madrid”.
El resultado de ese silencio lo reveló con absoluto sarcasmo el propio Palanca. “Se hizo todo lo posible para que la epidemia se distribuyera ampliamente por la superficie del país, y hay que confesar que se consiguió”.
Sabedores de que la epidemia regresaría, las autoridades franquistas decidieron promover a través de la prensa una campaña de prevención que comenzó en febrero de 1942. Lo primero fue presentar al causante del tifus exantemático. Junto a una fotografía de un piojo, una información explicaba en Diario de Cádiz que ese animal de unos tres milímetros de largo por uno de ancho (el macho; un poco mayor la hembra) era el principal agente de la “terrible enfermedad”. Al piojo, señalaba, se ha añadido el calificativo de verde pero ninguna parte de su cuerpo tiene ese color; su nombre es “pediculis corporis”, es decir, piojo del cuerpo; no quiere eso decir que el de la cabeza no transmita la enfermedad pero ocurre en menos casos; su color es “blanco sucio”.
El piojo del cuerpo, añadía la información, no se reproduce más que cuando se alimenta de sangre humana, vive entre 30 y 45 días y la hembra puede poner de 200 a 300 huevos o liendres durante su vida. “La manera más eficaz para combatir al piojo es mediante una higiene absoluta y estando al sol el mayor tiempo posible”, afirmaba.
La descripción del piojo llegó acompañada de las instrucciones oficiales que dieron lugar al bando del alcalde de Cádiz. Se trataba de levantar “una barrera infranqueable” ante la epidemia. “Las sanciones más severas nos parecerán justificadas, ya que lo que se defiende en esta campaña es la salud y la vida de infinitas personas”.
Las informaciones no ofrecían cifras de lo ocurrido el año anterior aunque no ocultaban la gravedad: “El porcentaje de mortalidad es aterrador cuando la epidemia se encuentra en pleno período álgido”. La solución planteada, limpieza y delación, era sencilla pero obviaba la penuria y las condiciones insalubres en las que vivía entonces la mayor parte de la población: “Contra ella no hay más fácil y eficaz remedio que el más escrupuloso aseo personal. El concienzudo y minucioso aseo personal, huir de aglomeraciones y denunciar inmediatamente cualquier caso de ostensible suciedad. Son deberes ciudadanos que inexorablemente hemos de cumplir”.
Durante unas semanas, los mensajes a la población insistieron en esa línea. Parece un mal inevitable, que no tiene remedio, pero nada más lejos de la verdad: es una de las epidemias “más fáciles de prevenir y evitar”, afirmaban. No es vergonzoso tener piojos, coger piojos, anotaban; lo que es vergonzoso es “conservarlos y cuidarlos”. “Hay gentes que creen que han cumplido consigo mismas cuando salen al Campo del Sur y, en un rincón, al sol, van sacando uno a uno estos repugnantes parásitos y, uno a uno también, los exterminan entre dos piedras”. No es esa la solución, advertían. Sí lo es lavarse bien y poner la ropa al sol después de bien lavada o hervida. A quien no tuviese lo necesario en su casa, las autoridades municipales de la capital gaditana le indicaban que debía acudir a la Estación Central de Desinsectación y Despiojamiento, en la avenida Wilson, o a la ubicada en el Albergue de Mendigos de la plaza de la Merced.
Tanto consejo, no obstante, no pareció suficiente. La dirección provincial de Sanidad dictó órdenes estrictas que fueron publicadas por la prensa. Las primeras prescripciones iban dirigidas “a las escuelas y a los colegios privados”. Los niños, explicaban las informaciones, suelen padecer el tifus exantemático de forma tan benigna que incluso no se ven obligados a guardar cama, por lo que tienen una gran peligrosidad ya que muchas veces los piojos de niños aparentemente sanos transmiten la enfermedad. “Hay que evitar a todo trance la mezcla de niños limpios con aquellos otros que estén parasitados”.
Los directores de los centros educativos recibieron orden de organizar un filtro periódico de escolares. Todos los días, antes de entrar, los niños debían ser examinados uno por uno por el médico de la escuela o por una persona designada por éste para comprobar si portaban piojos. Ese examen era “absolutamente obligatorio” y daba lugar a sanciones si no se llevaba a cabo. Sólo los niños limpios tendrían acceso a la escuela. Los parasitados serían “separados” del centro e inmediatamente comunicada su identidad y su domicilio a la Jefatura Municipal de Sanidad.
Las órdenes incluían la advertencia de sanciones en caso de incumplimiento de las normas y el cierre de la escuela o colegio. Bastaría un solo caso detectado no denunciado para que fuese cerrada la escuela de uno a cuatro meses. En el caso de los alumnos internos, si las autoridades sanitarias encontrasen a algún escolar con piojos, el colegio sería cerrado inmediatamente por un plazo de tres a seis meses.
Tras las dirigidas a las escuelas y colegios, las órdenes llegaron el 4 de marzo para las empresas, que quedaron obligadas a poner en marcha instalaciones sanitarias para despiojar de manera regular y periódica a todos sus trabajadores y a sus familiares. También a desinsectar las ropas del personal mediante cámaras de calor seco.
El control se planeó tan riguroso que las normas indicaban que empleados y obreros necesitarían para poder trabajar un certificado de limpieza familiar expedido por el servicio médico de la empresa. Y todo ello debían tenerlo resuelto las empresas en un plazo de ocho días.
No podía ser. Las normas colisionaban con la realidad social y económica. Unos días después, la prensa publicó que como para las empresas era difícil montar duchas con agua caliente y contratar personal que vigilase el estado de limpieza de los familiares de los trabajadores, el plazo para exigir al trabajador el certificado de limpieza quedaba ampliado hasta el 20 de marzo. Probablemente nunca llegó a exigirse y todo quedó en el papel.
En días sucesivos fueron publicadas las normas para empleados de pompas fúnebres y de toda clase de empresas que se ocupasen del manejo y transporte de cadáveres, las dirigidas a desinsectar teatros, cines y otras salas de espectáculos, de fiestas, de baile y similares y las que afectaban a oficinas, juzgados, comisarías y toda clase de locales frecuentados por el público.
Pese a ese despliegue de órdenes y prescripciones, los casos de tifus exantemático en la provincia de Cádiz superaron a los del año anterior: hubo 1.294 casos en 1942, frente a los 729 de 1941. En España, en cambio, los muertos por esa enfermedad descendieron: de 1.644 en 1941 pasaron a 1.548 en 1942. Todo ello según las cifras oficiales, nada creíbles y alejadas de la realidad a conveniencia. Bien lo dejó patente el entonces director general de Sanidad al admitir y justificar que silenciaron los primeros brotes de la epidemia.
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