Las últimas casas de la pradera
Mundo rural | La educación en las aldeas
La escuela rural se enfrenta a su progresiva desaparición por falta de alumnos 40 años después de su recuperación
Las Abiertas, en Arcos, con sólo tres alumnos, cerrará el próximo curso
El primer destino de Pepe Salas, una institución de la enseñanza en Andalucía y actualmente Defensor del Ciudadano en Arcos de la Frontera, fue en 1967. Este entonces joven de poco más de 23 años fue asignado a la campaña de alfabetización en un pequeño núcleo rural llamado Jédula. Ante sí se encontró a 60 personas que iban desde los 14 a los 85 años. No sabían ni leer ni escribir. El franquismo parecía haberse dado cuenta de que gobernaba en un país con unos índices de analfabetismo propios del tercer mundo.
En el universo rural de aquellos años, como recuerda Salas desde su despacho de Defensor de ciudadanos que afortunadamente sí saben leer, “estudiaba quien tenía una recomendación”. El concepto de escolarización del régimen en los años 50 y 60 del pasado siglo fue crear escuelas diseminadas por el campo a las que se asignaba un maestro que, aislado, lo primero que deseaba era salir huyendo de allí. Como no había maestros, sigue recordando Salas, se asignaban las que se conocieron como idóneas, mujeres de la zona que no eran maestras, pero que tenían un raro don en la época: sabían leer. Como ellas había a cientos por toda Andalucía porque las ‘camadas’ eran extensas. Hacían falta brazos para trabajar la tierra.
La llegada de la democracia revolucionó el concepto de educación que el franquismo había entregado a las órdenes religiosas. Y se pensó en qué hacer con todos esos niños dispersos en escuelitas aisladas y que, en muchos casos, todo lo que habían aprendido antes de aprender a doblar el lomo había sido lo que les habían enseñado aquellas idóneas. En 1976 se decidió acabar con las escuelas rurales, montaron a los niños en autobuses y los concentraron en centros escolares de nueva construcción. En el caso de Arcos, evoca Salas, fue en el colegio conocido como Los Cabezuelos, situado en un descansadero y que hoy es un instituto de secundaria que ha recuperado aquel nombre en honor a aquellos muchachos que para llegar a la escuela recorrían a veces hasta dos horas de trayecto en autobús para sentarse en el aula.
Pero algo fallaba, lo sabían los padres de la autonomía andaluza que, a pesar de los esfuerzos de Salas y tantos otros, se encontraron con que un 15% de los andaluces adultos eran analfabetos en 1981, el doble de la media nacional y sin comparación con Europa, donde el analfabetismo apenas existía. Estaba claro, además, que lo niños de las zonas rurales, cuyos padres se encontraban en gran medida dentro de ese 15%, contaban con un handicap muy superior al de sus compañeros urbanos. De ahí surge un concepto: educación compensatoria.
“La educación compensatoria -explica Salas- quería reducir esas distancias y que, en la medida de lo posible, todos los chicos tengan las mismas oportunidades”. En 1983 se celebró el Congreso Andaluz de Escuelas Rurales. Profesionales de toda la región pusieron en común el estado de las cosas, de Huelva a Almería. Y Salas, junto con otros, fue uno de los teóricos que apostaron por la recuperación de las escuelas rurales para que los primeros pasos que dieran los niños de las aldeas en su andanza escolar fuera en su entorno. “No podíamos ir a Sevilla diciendo cuáles eran los problemas. Había que llevar las respuestas. Y entonces los políticos escuchaban. Estaban dispuestos a gastar lo que hiciera falta para revertir la situación”.
Y así fue como Pepe Salas se encontró recorriendo la sierra buscando niños escondidos. “En Olvera me enteré que unas monjitas iban por los campos para enseñar a leer a niños que estaban fuera del radar de la Administración. En Puerto Serrano el alcalde me llevó a la escuela, donde había 40 niños matriculados, pero sólo había ocho en las clases. Los demás eran hijos de temporeros que se habían ido con sus familias a la recogida de la fresa o la aceituna”.
Tras su primer conteo, Salas se encontró con que había más de un centenar largo de niños con los que poner en marcha el proyecto de escuelas rurales en el entorno de Arcos. Acudieron a las escuelas abandonadas una década antes y allí se encontraron con que aquellas modestas aulas se habían convertido en el mejor de los casos en locales de asociaciones de vecinos y, en el peor, en cochineras y leñeras. Tras su acondicionamiento, en el curso 86/87 los niños de las aldeas ya no subieron más a los autobuses y empezaron a ir a clase en el mismo lugar en el que crecían. Ya no había idóneas, sino profesionales de la educación ilusionados con la idea de que sus alumnos dieran los primeros pasos en un recorrido académico que esperaban que fuera largo.
Y en muchos casos lo fue. En 2019 uno de aquellos niños de las escuelas rurales, Miguel Gallardo, que había ido de niño a la escuela rural de La Zarzuela, perteneciente al CPR de Tarifa, obtuvo la nota más alta de España en el examen de acceso a la Universidad.
La escuela rural hoy
Las escuelas rurales en Andalucía se articulan en torno a un colegio matriz, que a su vez es un colegio rural más. En la región hay 104 que cuentan con 1.600 docentes y atienden a 11.000 alumnos, casi tres mil menos que hace una década, cuando había 122 colegios. El colegio rural quiso ser un antídoto contra la despoblación, pero se está perdiendo la batalla. Las escuelas rurales se seguirán cerrando en los próximos años por falta de alumnos. La demografía manda. Cada uno de estos colegios tiene diez alumnos de media y la ratio por profesor es de seis.
Un ejemplo es el colegio Poeta Julio Mariscal, en Junta de los Ríos, un poblado de 240 habitantes situado en el término municipal de Arcos. Este colegio es la matriz de otras cinco sedes, que se encuentran en núcleos poblacionales tan diminutos como éste. El colegio lo dirige Josefa Muñoz, que también es jefa de estudios y secretaria, y el conserje es Paco, que lleva doce años ocupándose del mantenimiento de las sedes. En la de Junta de los Ríos cuida, además, un pequeño vergel de olivos, limoneros y naranjos, que es el patio de recreo de los críos. Cuando él llegó al colegio había 25 niños. Hoy sólo hay cinco.
Aunque la movilidad del profesorado destinado a los colegios rurales es grande “porque es un trabajo en el que estás solo” y antes estaba considerado como un destino de paso, últimamente esa tendencia se ha reducido. Me lo cuenta la tutora de los cinco niños -hoy sólo hay tres- del centro, que viene de combatir con clases de 27 niños. “He descubierto la escuela rural y me he enganchado. Es la velocidad con la que aprenden, lo rápido que ves los progresos”.
La última puntilla para estas escuelas se produjo el curso pasado, cuando se decidió que muchos de ellos sólo se dedicaran a la educación preescolar, es decir, hasta los cinco años. Antes en estos centros también se cursaba primero y segundo de Primaria, y en tercero ya eran enviados a los colegios del núcleo urbano. “Los padres pensaban que los niños llegarían con menos preparación y menos habilidades sociales a tercero y preferían enviarlos desde primero -me cuenta la directora-. Yo pienso que es una equivocación. Las posibilidades de aprender en grupos tan reducidos y la interacción entre grandes y pequeños era muy enriquecedora. Los pequeños aprendían antes de los mayores y los mayores disfrutaban enseñando las cosas que aprendían a los pequeños”.
También ha cambiado el entorno familiar. Ahora es raro encontrar padres que se dediquen a las tareas del campo. La mayor parte se trabajan en la hostelería o en la construcción en larguísimas jornadas fuera de los poblados. Esto hace que los niños sean criados por los abuelos y que crezcan en familias extensas donde también están los tíos y, en realidad, toda la comunidad. “También su contacto con la naturaleza. En ese sentido son niños con mucha menos dependencia de las pantallas que los de su edad de la ciudad, aunque en casa tienen sus ordenadores y no están aislados del mundo, pero la mayor parte de la vida la hacen fuera”. Más asilvestrados, en el mejor de los sentidos, pero también más curiosos, como observo mientras les veo seguir hipnotizados las indicaciones de su maestra.
Pero son pocos, muy pocos. “Antes -me cuenta Paco, el conserje- las familias eran de seis hermanos y era lo normal, pero ahora la situación no difiere de lo que ocurre en la ciudad. Las mujeres se quedan embarazadas con más de treinta años y tienen un hijo o a lo sumo dos”. De este colegio de Junta de los Ríos dependen 21 niños en las cinco sedes y los tutores no pueden evitar estar pendientes de si alguna de las mujeres de los poblados se ha quedado embarazada, lo que puede significar la supervivencia del colegio.
El último curso
Una de las sedes que está sentenciada es la de Las Abiertas, una pequeña barriada rural que se encuentra a 23 kilómetros de Junta de los Ríos. Este es su último año. El próximo junio cerrará sus puertas, posiblemente para siempre. Actualmente cuenta con dos niños de cinco años y una niña de cuatro. No hay más niños detrás, de tal modo que el próximo curso la niña sería la única alumna de la escuela. Su madre ha decidido que su hija cogerá el autobús e irá a preescolar del colegio Alfonso X, en el barrio bajo de Arcos.
La escuela de Las Abiertas es una coqueta construcción cuya parte trasera da a una inmensa pradera y al lado tienen un patio de recreo soñado con columpios. En el interior el aula, presidida por una pizarra digital, está equipada con todo lo necesario para despertar en los niños las ganas de conocimiento. En este lugar el silencio es absoluto y sólo se escucha el trino de los pájaros. Sus tres alumnos se encuentran tratando descifrar, ayudados de un juego de figuras, el enigma de la pronunciación de las dos primeras sílabas con la palabra ‘p’. Lo tienen controlado. No fallan una.
Su tutora es Begoña, que lleva en escuelas rurales desde 2012. En Las Abiertas lleva seis, ha visto pasar por aquí a todos los niños de la barriada. Ya no hay más. Estos son los últimos. Antes vivió el mismo proceso en una escuela rural de San José del Valle hasta que ya no hubo más niños. Población que envejece, padres que emigran, poblados que prácticamente desaparecen… Siempre la misma historia. Para Begoña, su relación con los niños es intensa. Pasa con ellos entre semana cinco horas al día. Y para ellos, Begoña es uno de sus principales referentes afectivos.
Begoña cerrará en junio las puertas de la escuela con la tristeza de lo inevitable y acudirá a otra escuela rural que, con el tiempo, tendrá el mismo destino que ésta. Para ella, educar en estos pequeños núcleos “es oro. Esto niños tienen una gran capacidad de atención”. Lo corrobora la profesora de apoyo, que hoy está con ella. Puede parecer increíble. Dos profesoras para tres niños, pero las profesoras de apoyo son necesarias porque hasta no hace mucho, cuando no existía esta figura, si la tutora de la sede enfermaba el colegio cerraba. Sencillamente, no había escuela.
Para esta profesora de refuerzo, que viene de destinos urbanos, esta tarea es un respiro: “La sobreestimulación de las pantallas ha cambiado por completo el funcionamiento del aula. Los 25 niños den un aula de hace diez años no son los mismos que los 25 de hoy. Las clases son mucho más difíciles de gobernar, cada vez hay más casos de hiperactividad”. Y confiesa: “Yo creo que si tuviera que volver a empezar no escogería esta profesión, aunque es verdad que cuando trabajas en el entorno rural te reconcilias con el oficio”.
Los tres niños de Las Abiertas, Abraham, Mateo y Marina, no saben aún cómo es el bullicio de un gran colegio, esos sonidos característicos de decenas de niños jugando y corriendo. Es lo que les espera el próximo año. Lo disfrutarán. Pero cuando los próximos años, mientras crecen y van superando cursos, pasen por delante de este edificio cerrado que un día fue su escuela recordarán los días con la señorita Begoña en los que fueron los tres últimos niños de la casa de la pradera.
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