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Yo, Hamza Elouazzani, nací en Salé hace casi 19 años. Mi padre es albañil. Cada día muestra en el suelo de las calles de mi ciudad sus piezas, sus losas y azulejos. Si a alguien le gusta tiene trabajo y lleva dinero a casa. Hay días en que la suerte no llega y vuelve sin nada. Ese día está triste. Mi madre es costurera y también busca dinero para la familia. Soy el mayor de cinco hermanos. Los dos más pequeños, un chico y una chica de cuatro años, son gemelos. Me gustaría que el que me sigue, que ya tiene 15, estuviera conmigo en España, pero no quiero que venga en patera. No me gustaría que nadie más viniera en patera.
Hace tres años decidí que quería vivir en Europa. En Marruecos no hay futuro, no hay trabajo, no hay nada para los jóvenes. Lo hablé con mi familia. Les conté a mis padres mi sueño. Quería venir y lo intenté por la frontera con Ceuta, por donde la valla. No lo vi posible. Así que sólo quedaba esperar, ahorrar, buscar dinero, trabajar en lo que fuera saliendo y estar preparado.
La ocasión llegó el año pasado. En otoño. Vinieron a buscarme a la escuela donde estudiaba y me dijeron que había sitio en una patera que iba a salir con muchos jóvenes de Salé. Algunos eran mis vecinos, amigos que vivían en casas de mi calle. El pasaje costaba mil euros. Una fortuna. Nosotros no los pudimos reunir. Pero supliqué, les pedí por favor que me llevaran con ellos. Como había sitio les dimos el dinero que habíamos reunido. Faltaban unos cientos de euros. Aceptaron. Hubo gente que pagó más. Yo estaba feliz, aunque sabía que era un viaje por mar duro y peligroso. Pero nunca imaginé que tanto.
El día de la partida estábamos nerviosos. El pasaje incluía un salvavidas incómodo, viejo. No pensé que fuera a serme útil, pero al final me salvó la vida. La patera era pequeña. El patrón nos dijo que no nos pusiéramos de pie, que nos apretáramos. El viaje era de más de 300 kilómetros, nos dijo. Llevábamos víveres, agua sobre todo y algunos alimentos. Pensé que eso nos haría bien, pero era inútil porque nadie pudo comer ni dormir durante el viaje. Te quedas mal de la cabeza. Salimos por el río Bu Regreg hasta alcanzar el océano. Los dos primeros días el mar estuvo agitado pero más o menos avanzábamos. Ya había gente que lo pasaba mal. Mucho frío. Calaba los huesos. Pero a partir del segundo día el mar se puso bravo. La patera parecía una cáscara de pistacho. Había hombres que lloraban. A mi lado iba Ayoub Mabrouk, mi amigo, vecino. Había sido varias veces campeón de Marruecos en su categoría boxeando. Estudiaba y quería ser gendarme, pero también decidió viajar a Europa. No llegó a ver la costa española. Yo le hablaba pero él solo dormía y vomitaba, siempre con los ojos cerrados, casi inconsciente. Le decía que no se durmiera, que me mirara, que se estuviera despierto, pero cada vez fue hablando menos. Hacía mucho frío, las olas nos empapaban, algún golpe de mar casi nos hunde. A los dos días Ayoub dejó de hablar. Se quedó muerto. Sin más. No fue el único. Había gente que se quitaba el chaleco porque no cabíamos. No había sitio para tanta gente en un bote tan pequeño. El patrón nos pedía perdón. Lloraba. Un golpe de mar nos dio de lleno. No nos hundimos pero ahí también hubo gente que ya no volvió a despertar.
El lunes, de madrugada, cuatro días después de partir, el patrón nos dijo que quedaba una hora para llegar. A lo lejos se veían algunas luces. Muy pequeñitas. Ya casi ni veíamos. No había fuerzas. Cuando la patera, con un pequeño motor, se quiso acercar a la playa chocamos con algo, rocas. El barco se deshizo. Perdió el fondo. Todos caímos. La gente que se había quitado el chaleco salvavidas luchaba por agarrar el mío. Me hundía. Así que decidí alejarme. Como pude empecé a nadar para ponerme a salvo. Luego volví pero ya todos se habían hundido. Otros más fuertes llegaron nadando a la playa. Yo fui el último en salir. Estuve horas nadando contra la corriente, no sé cuantas, cuatro o cinco. Cuando llegué a la orilla ni veía. Sólo pensaba que tenía que nadar, porque si me quedaba quieto me moriría. Salí del agua gateando, como pude, sin fuerzas, temblando, hasta que me metí en un cubo de basura. Allí me encontraron los guardias. Me ayudaron, me dieron de beber, ropas secas, comida. Me trataron bien.
En este año en España he pasado por centros de acogida de inmigrantes. He conocido a chicos como yo. He estado en Algeciras, en La Línea, en El Bosque, Sevilla. Pero desde julio estoy en El Puerto de Santa María, viviendo con Ester, en su casa. Estoy contento. Estudio español en un centro de adultos y hago cursos para poder encontrar trabajo. He hecho un curso de mozo de almacén. Intento buscarme la vida. Quiero trabajar, mandar dinero a mi casa. Poder traer a mi familia. Quiero tener un futuro. Mi familia no sabía lo que yo había pasado en la patera. Cuando me preguntaban por el viaje yo cambiaba de tema. Al final se enteraron por la prensa de Marruecos, que puso un artículo que había salido sobre mí en El País. Lo pasaron mal. Yo también. Cuando hablo con chicos de Marruecos siempre les digo que en España se está bien, pero que no vengan en patera. En patera no. Durante seis meses he seguido teniendo pesadillas con el naufragio. Llorando mucho. Hay imágenes que no se olvidan. Lo he pasado muy mal. Mucho sufrimiento, pero ahora, poco a poco, con la ayuda de gente buena, como Ester, como su familia, gente que me ha ayudado, voy mejorando. Quiero vivir. Quiero tener un futuro.
Hamza tuvo mala suerte al embarcar en la patera maldita de los Caños, pero ha tenido una gran fortuna al encontrarse en su camino a Ester Blázquez, una joven de 26 años que cuando conoció su historia no lo dudó. “En mi familia no sobra el dinero, tengo dos niños pequeños, uno de tres años y otro de uno, pero del tirón comenté que no le iba a faltar un plato de comida nunca ni un techo bajo el que dormir”.
Ahora, la implicación de Ester y de la Red de Acogida de El Puerto ha hecho posible incluso pensar en sacar unos billetes de avión para que Hamza pueda ir a visitar a su familia próximamente y Ester irá con él. Esta vez su viaje hacia su tierra y la de regreso hacia España, ya que cuenta con permiso de residencia y está empadronado ya en la casa de Ester, será muy diferente a la que vivió hace un año. “A Hamza le hace mucha ilusión poder ir a ver a su familia, que vean qe está bien”, cuenta Ester mientras caminamos por las calles de El Puerto en dirección a la ribera del Guadalete.
Hamza no es el único chico que está tutelado por la Red de Acogida de El Puerto. Hay otros 13 que viven con 12 familias de esta asociación que hace una labor espectacular. Lola Barberán fue una de las personas que más trabajó para que Hamza pudiera recalar en El Puerto junto a Ester y su familia, donde ha encontrado el afecto tan necesario para comenzar esta nueva aventura lejos de su tierra y de los de su sangre.
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