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Adiós a Castellet, seductor e ilustrado

Premio Nacional de las Letras en 2010, fue un editor decisivo en la vida cultural española y un hombre brillante que impulsó el famoso homenaje a Machado en Colliure.

Josep Maria Castellet, autor y editor, en una imagen de archivo tomada en 2012.
Ignacio F. Garmendia Sevilla

10 de enero 2014 - 05:00

Tenía una presencia imponente, en parte por su altura y en parte por la elegancia de sus maneras, propias de una época en la que los miembros más distinguidos de la intelligentsia catalana aún podían permitirse ironizar -ahora es de suponer que viven permanentemente avergonzados- sobre la tosquedad de este país de todos los demonios. Nacido en 1926, y fallecido ayer en Barcelona a los 87 años de edad, Josep Maria Castellet fue un hombre de brillante ejecutoria y variados talentos, pero no hay duda de que fue la edición, más que el ensayismo o la crítica, el terreno al que mejor se adecuaron sus capacidades, entre las que se contaban una sólida formación intelectual, un exquisito sentido de la ironía, el don para las relaciones públicas y la astucia de los vendedores de consignas.

Licenciado en Derecho y en Filosofía, sintió la vocación de la literatura desde fecha muy temprana, como crítico, editor o polemista. Ya en su juventud, en los tiempos de la militancia universitaria, era apodado el Mestre, lo que da idea de su precocidad -sus Notas sobre literatura española contemporánea, que recogían artículos publicados en años anteriores, son de 1955- y del enorme respeto -o "temor reverencial", como ha escrito Jorge Herralde- que inspiraba su figura. Fundador de la revista Laye y posterior artífice de sellos como Edicions 62 o Península, que dirigió durante décadas de fecunda trayectoria, Castellet perteneció al núcleo duro de Carlos Barral y la llamada Escuela de Barcelona desde los inicios de su actividad, a los que contribuyó en no pequeña medida. Estuvo detrás de la organización del famoso homenaje a Antonio Machado en Colliure, formó parte de los comités de lectura de Seix Barral -junto a los hermanos Ferrater, los Goytisolo o Gil de Biedma- y su influjo llegaría hasta los mitificados tiempos de la gauche divine barcelonesa. Es difícil minusvalorar su aportación en aquellos años efervescentes, aunque no todo fueron aciertos.

Buena parte de su ascendiente se debió a la publicación de tres antologías: la polémica y ciertamente arbitraria Veinte años de poesía española (1960) -de la que fue excluido el más alto poeta del siglo XX, Juan Ramón Jiménez, al que Jaime Gil y sus amigos (burgueses desclasados, por usar la jerga de la época) llamaban "señorito de casino de pueblo"-; una segunda, Poesia catalana del segle XX (1963), firmada con Joaquim Molas y concebida desde los mismos presupuestos -próximos a la poesía social, para la que se defendía la etiqueta del realismo histórico-, y la más tardía, pero no menos controvertida, Nueve novísimos poetas españoles (1970), en la que el ya veterano "compañero de viaje" dio un giro espectacular -muy bien promocionado- para abanderar a una parte -había otros, como el tiempo ha demostrado- de los nuevos poetas culturalistas. Castellet tenía, sobre su vasta cultura literaria, esa mezcla de olfato y audacia que distingue a los buenos editores, aunque como teórico sus ideas, en otro tiempo celebradas por innovadoras, han envejecido bastante y en algunos casos -La hora del lector (1957), un libro pionero en lo que se refiere a la estética de la recepción- apenas admiten una relectura no justificada por razones académicas.

Tal vez por ello, como decíamos, más que su labor crítica, excesivamente deudora de los prejuicios ideológicos, lo mejor de su obra propia se encuentra en sus libros autobiográficos, que participan de la crónica, abundan en jugosas anécdotas y trazan admirables retratos morales: Los escenarios de la memoria (1988) y Seductores, ilustrados y visionarios (2010), donde Castellet hizo recuento -su última obra en este registro, Memòries confidencials d'un editor (2012), no ha sido todavía traducida al castellano- de los viejos buenos tiempos, no a la manera de editores como Barral -gran manera, aunque tendente a la sobreactuación y a cierta característica egomanía- sino siguiendo el hilo de las vidas y obras ajenas. En esto Castellet se comportó como el caballero que también era o que siempre fue, en la discreta línea de Jaime Salinas. Agitador a tiempo completo y benemérito impulsor de incontables proyectos editoriales, el Mestre fue un personaje fundamental de la cultura catalana y española, dado que ambas, digan lo que digan los inquisidores, son perfectamente complementarias. Un seductor y un ilustrado, aunque se haga difícil calificarlo de visionario.

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