“La literatura no aspira a la perfección: hay obras imperfectas que son maravillosas”
Eloy Tizón. Escritor
El narrador recoge "treinta años de memoria lectora" en 'Herido leve', un libro en el que ofrece una visión "respetuosa, pero desmitificadora" de los autores que le han marcado
"Durante el tiempo que duraba la lectura, desaparecían tus inseguridades, temores, fantasmas, traumas y complejos. ¿Cómo decirlo? Leer te graduaba la vista mejor que las gafas. Mientras leías, dejabas de estar ciego. La vida relatada te parecía preferible a la vida sin relatar", escribe Eloy Tizón (Madrid, 1964) en Herido leve (Páginas de Espuma), un emocionante homenaje al "cataclismo llevadero" de la literatura y un repaso a "treinta años de memoria lectora". El bloqueo creativo mientras redactaba una obra de ficción llevó al autor de Velocidad de los jardines o Técnicas de iluminación a concebir un libro inesperado: un recuento gozoso de las historias y los creadores que le han proporcionado tantas horas de luz.
–En el libro cuenta una escena en la que unos amigos de Djuna Barnes la encontraron maquilladísima a punto de meterse en la cama con unos papeles manuscritos. Y usted se pregunta entonces si existe "mejor amante" que la literatura. Tras tantos años dedicado a escribir, parece que no ha perdido el entusiasmo.
–Para mí ha sido la amante más constante. Desde que empecé a interesarme en los libros y en los autores en la adolescencia, ese entusiasmo no se ha visto mermado. Se ha matizado, pero, en lo esencial, me sigue encantando escribir, leer, descubrir nuevos autores, volver a los que ya conozco... Todo eso es el caldo de cultivo de Herido leve.
–Es interesante, leyendo esta obra, cómo va cambiando el canon con el tiempo: hay voces aclamadas en un momento que luego cayeron en el olvido; otras que pasaron desapercibidas que ahora son reivindicadas...
–Para mí eso es una lección de humildad, porque a veces los escritores nos creemos el centro del universo. Y si estudiamos la literatura vemos que es un juego bastante implacable: esos astros a los que se veneraba un día hoy son inencontrables, y otros que tenían una trayectoria más modesta van ocupando con el tiempo la centralidad del canon. Conviene recordar esa reflexión de vez en cuando, para no dar las cosas por sentadas.
–Herido leve es también un homenaje a los maestros que le han marcado el camino. Señala a Juan Eduardo Zúñiga como un guía que encontró el "estudiante desnortado" que usted era.
–Zúñiga, Manuel Longares o Carmen Martín Gaite ejercieron un doble magisterio. Por su obra, que es muy sólida, y por el trato personal, porque no respondían a esa imagen que tienes de joven de los escritores, a los que ves como personas endiosadas. Ellos eligieron ser cercanos, recibirte sin ningún ceremonial, hablarte de tú a tú, interesarse por lo que haces... Yo era un recién llegado y para mí ellos eran mitos, pero aprendí al conocerlos que se podía estar en la literatura con naturalidad. Ese aprendizaje fue importante, intento aplicarlo en mi relación con los escritores más jóvenes.
–Se suele pensar que la literatura es un terreno abonado para el ego, pero usted comenta que la humildad de Chesterton era tal que uno termina su autobiografía y el autor continúa siendo un enigma.
–Sí, hay escritores muy egocéntricos, pero otros que tienen una proximidad desarmante. Chesterton evita hablar de sí mismo y cuando lo hace se quita importancia. Parece que un autor escribe su autobiografía para levantar su estatua, pero en algunos casos no, encontramos humildad.
–Recupera una frase de Sartre en la que compara a un escritor con "el réprobo, el lisiado, el anormal, la oveja negra". Y en el libro aborda varias personalidades complicadas, tortuosas: Cheever, Mishima, Tolstói...
–Creo que Herido leve intenta ofrecer una visión desmitificadora de los autores. Respetuosa, pero desmitificadora, en el sentido de que son seres de carne y hueso, con las mismas fragilidades, con las mismas torpezas que todos los demás. A veces son personas de trato muy difícil, como Tolstói. Cuento cómo en su casa todos escribían sus diarios y se los leían, y ese exceso de sinceridad llegaba a ser tremendamente doloroso. En el caso de Cheever, su mal resuelta bisexualidad lo condenaba a una doble vida, y emergía ahí una sensación de falsedad con respecto a su familia. Esos laberintos biográficos, por llamarlos de algún modo, me ayudaban a entender mejor la obra. He procurado no contar cotilleos, no intento desacreditar a nadie ni sacar trapos sucios, pero sí me atraen los detalles que ayudan a contextualizar desde dónde escribía cada uno.
–Para usted, Alice Munro "reprime en exceso su escritura"; a una novela de Lídia Jorge le sobran la mitad de las páginas; Rayuela es, con el tiempo, una propuesta un tanto adolescente. Se puede decir así que Herido leve no tiende a la hagiografía constante...
–Yo quería llegar a ese punto. No es un libro de crítica académica, obviamente; en él reivindico la parte subjetiva de un lector, la visión por supuesto parcial que yo pueda tener de la literatura sin ser arbitrario o injusto. Amamos a autores que en su obra tienen aspectos menos logrados, y eso no le resta grandeza. La literatura no aspira a la perfección: puede haber creaciones imperfectas que sin embargo sean maravillosas... En Rayuela, esa parte de ruptura, vanguardista, ha envejecido mal. Y no pasa nada. Está bien valorar los aciertos y los errores de un libro, para no caer en una idealización excesiva ni en una crítica despiadada.
–Usted relata cómo un mendigo apuñaló a Beckett, y, cuando éste le preguntó a su agresor el porqué de su ataque, el otro exclamó: "¡Y yo qué sé!". Para usted, Esperando a Godot es cómo una puñalada ante la que tampoco se nos da una explicación...
–Sí, en cierto sentido nos agrede, nos apuñala, si nos ponemos exagerados, y cuando le preguntamos los motivos, no hay respuesta. Es una obra tan abierta a interpretaciones...
–En uno de los capítulos dedica un homenaje al diseñador Daniel Gil, que ideó esas maravillosas portadas para Alianza, y dice: "La primera frase de un libro es su cubierta".
–Quería hablar también de esos aspectos que nos pasan desapercibidos en un libro cuando lo manejamos: el diseño, la maquetación, el tipo de papel... La cubierta de un libro es el primer contacto que tenemos con él. Uno de los diseñadores que nos marcaron fue Daniel Gil. No sabíamos que esas creaciones las hacía un artista, alguien en concreto, pero lo cierto es que muchas portadas están en nuestro ADN como lectores.
–Al leer Los aéreos de Luis Magrinyà sintió "alivio" porque había al menos otro autor de su edad que "no le debía nada a Raymond Carver ni a Sam Shepard, y para el cual la lata de sopa Campbell no tenía una relevancia especial". ¿Se sentía muy solo en sus planteamientos literarios?
–En los años 90, hubo una avalancha de realismo callejero, una tendencia en la que Historias del Kronen sobresalía como referente. Aquello barrió todo lo demás. Lo que yo hacía estaba en las antípodas de aquello, pero por suerte descubrí a una serie de autores que planteaban un territorio más literario, demorado, de frases largas, no tan pegado a la actualidad del momento. Me consoló encontrarme con otros marcianos que hacían algo distinto. En el prólogo de la reedición de Velocidad de los jardines menciono a Hipólito Navarro, Juan Bonilla, Carlos Castán o Magrinyà. Dar con ellos me consoló y me reafirmó.
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