Interestelar, el festival que garantiza diversión y desajustes
Festival Interestelar
Durante el viernes y el sábado ha tenido lugar el Festival Interestelar en la pradera del CAAC con los conciertos de Amaral y Love Of Lesbian como grandes atracciones del cartel
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El Interestelar es un festival que parece concebido específicamente para funcionar con el método de ensayo y error. En todas sus ediciones han menudeado las quejas referentes al primer día de su celebración y después se han solventado en el segundo todas ellas, o al menos todas las que se podían resolver sin trastocar demasiado la estructura del evento. Es loable, claro está, hacer caso al proverbio de que rectificar es de sabios -aunque algunas de las cosas se arreglan ellas solas pasado un tiempo-, pero muchísimo mejor sería que se analizasen seriamente las consecuencias que pueden acarrear las decisiones tomadas, para evitar los desastres del primer día y solucionarlas anticipadamente. Este año no estaban instaladas las casetillas que, en gran número, se colocaban en la calle Francisco de Montesinos porque teóricamente no eran necesarias habida cuenta de que las pulseras de acceso ya no había que recogerlas allí, sino que se le había enviado a casa a los espectadores, lo cual es una buena idea. En cambio, se había instalado en la calle Américo Vespucio, en una zona de paso hacia la entrada del recinto, un punto de información, junto a otro de gestión de incidencias con seis ventanillas, que sufrieron la madre de todos los colapsos. Creo realmente que un festival al que acuden tantos miles de personas, que ya hace algunos años que dejaron de acudir poco a poco durante la tarde y prácticamente llegan masivamente desde el principio, debió de preverse esta situación, porque se demostró mucho más que insuficiente la atención debida a la enorme cantidad de público que llegaba con asuntos pendientes: recogida de pulseras no recibidas y de niños, activaciones, cambios de nombre, invitaciones, acreditaciones, etc. Desde las seis de la tarde, en que se abrieron las puertas, las redes sociales y los grupos de WhatsApp se inundaron de mensajes de queja sobre las interminables colas para acceder al festival; hablaban de una hora para poder entrar. No puedo certificar la certeza de esa aseveración, ni si verificaban realmente que el que entraba era el titular real de la pulsera, aunque sí la de la longitud de dichas colas, que veía perfectamente mientras padecía las vicisitudes de otras colas todavía más penosas que esas, que en algunos momentos llegaron a cruzarse, mezclarse y remover las neuronas que estabilizan la paciencia de la gente. Cuando por fin pude entrar ya no había colas y se limitaban a comprobarte rápida y electrónicamente la pulsera.
Pero si me libré de eso, no fue así de la fase previa. Cuando llegué a las puertas del recinto, a las siete de la tarde, ya llevaba diez minutos tocando Siloé sobre el escenario José Cuervo. Todo el resto de su actuación y más de la mitad de la de Arde Bogotá en el escenario Cruzcampo la tuve que escuchar desde fuera del recinto porque no pude entrar en él hasta las ocho y veinticinco. Todo ese tiempo transcurrió entre ver dónde podía recoger mi acreditación de prensa, llegar hasta el punto en el que hacerlo y esperar la gestión de que la vinculasen con mi DNI, que no sé en qué consistía porque la hacía un operario diferente fuera de mi vista, mientras esperaba junto a otros compañeros al lado de la ventanilla, sin zona habilitada, provocando dificultades de acceso a ella a los que todavía estaban en cola. Pero es que esa única ventanilla, la de más a la derecha de las seis que había para incidencias, estaba destinada también a los cambios de nombre y a la recogida de las pulseras de los niños. Menos mal que en un determinado momento alguien de la organización se apiadó de las tiernas criaturas e instalaron para ellos otro punto de recogida apartado de esas incomodísimas colas, sin demasiado orden ni concierto, y todas las familias con hijos se salieron de ellas, por lo que yo mismo pude avanzar bastantes metros de golpe.
Pero luego, una vez dentro a uno se le pasa todo el mosqueo y cambia la actitud, colocándola en modo vamos a pasarlo bien, y disfruta viendo las caras de felicidad de la gente y cómo se lanzaban a bailar por cualquier rincón de la enorme pradera del CAAC con todo lo que se oía perfectamente desde los escenarios, aunque fuese una cosa tan moñas como La salvación, de Arde Bogotá. Hasta su escenario se encaminaron mis segundos pasos -los primeros fueron hacia la barra más cercana al punto de recarga de euros en la pulsera, único medio de pago- solo para comprobar que este no estaba siendo uno de sus mejores conciertos y no encontraba rastros de aquel grupo que hace poco más de dos años me causó en la sala Malandar tal impacto que me llevó a vaticinar el estatus que ahora tiene. Incluso el filo feroz que el cantante Antonio García le imprime a Abajo, interpretada aquí en la parte final de su actuación, estuvo totalmente romo, incapaz de penetrarnos hasta el corazón como lo hace cuando la escuchamos grabada. Esto no le importaba tampoco al público de este festival, que está a otras cosas más allá de apreciar la intensidad y emoción de una banda en concierto y lo pasaba en grande con esta.
La elección del concierto siguiente la tuve clarísima; no solo porque Jimena Amarillo actuaba en el escenario Ariane, que este año han situado en el extremo norte del recinto y para llegar a él desde los dos escenarios principales hay que recorrer andando casi medio kilómetro, sino porque en el José Cuervo iba a aparecer Sexy Zebras, la banda que más me interesaba de las del primer día. A pesar de la cantidad de gente el movimiento resultaba bastante fluido y no tuve problema alguno para llegar hasta la segunda fila y comprobar, incluso ya desde las risas que provocaba una kiss cam, que la diversión allí iba a estar garantizada. El bombo de Jesús Luna nos dejó el oído vacunado para toda clase de ruidos futuros en el comienzo de Bailaremos, la primera canción, que sentó las bases de lo que iba a ser el concierto, y El semental, la segunda, disparó los saltos de un público entregado a ellos -la primera vez que vinimos a Sevilla éramos 20, ahora somos 20.000, gritaba el cantante, Gabriel Montes-, que no pararon en ningún momento hasta que se despidieron con Tonterías y Fito Robles, de Siloé, y otros músicos acompañándoles en el desbarre final, que no llegó a ser tan extremado como en los momentos -nuevos gritos de Gabriel: se acabó el pop, desde ahora vamos a ser Rammstein- de Jaleo y Charly García, con la piscina humana abierta ante el escenario para un inmenso pogo y las gotas que me cayeron del cielo haciéndome pensar que, sorprendentemente, empezaba a chispear, antes de darme cuenta de que la lluvia era de cerveza. El día de festival ya lo tenía amortizado, lo que siguiese iba a ser puro trabajo de crítico musical.
Eva Amaral, esplendorosa en blanco y negro sobre las enormes pantallas del escenario principal, entonando Sin ti no soy nada abrió el concierto de su grupo, en el que, junto a algunas canciones recientes, interpretaron todos sus grandes éxitos, por lo que el público se mantuvo extasiado ante ellos durante una hora y media. Tentadora, amante, sufriente, luchadora; por todos esos estados pasó Eva, poniéndole voz a unas canciones lo suficientemente memorables como para provocar cantos ruidosos en una multitud arrebatada que le acompañó en cada momento haciendo innecesario que ella se elevara con demasiada garra, orgullo o pasión. Entre mucha más convención que desafío, poco después de la mitad de su set decidí que ese era el mejor momento de encontrar sitios libres en las zonas de restauración, con las hordas pendientes de Amaral. Luego todo fue descontrol y esperas para cualquier tipo de servicio.
El garrulismo ilustrado de Karavana, en el tercer escenario, propiciaba formas de diversión desde lo surrealista a lo sentimentaloide, que la gran cantidad de gente que congregó la banda disfrutó dejándose llevar por la contagiosa energía que desplegó. La forma en que este concierto se solapó con el de Delaporte demostró que en este festival, aunque se le tache de indie canónico y repetitivo, cabe gente de muchas clases diferentes y nada tenían que ver los que hacían pogos con Karavana, con la ingente cantidad de público desinteresada de las dos propuestas, que se dedicaba a otras labores diferentes a la de espectador, con los verbeneros que paseaban sobre sus cabezas a Sandra Delaporte mientras ella iba cantando aquello de daame más gasoooliinaa, sobre un ritmo techno de lo más básico y machacón. Pocos minutos después de eso, Shinova lo tenía muy fácil para subir el nivel, pero los músicos prefirieron aburrir hasta a las ovejas abriendo con Alas y continuar el bajonazo con Gloria; su concierto se me hizo muuuy largo. Y como tras él no me quedaron fuerzas para decidir la elección entre Carlangas y los Cubatas o Varry Brava, opté por irme a casa, mientras estos últimos ponían la banda sonora a mi camino de vuelta. Mañana sería otro día.
Y como era de esperar el sábado comenzó sin ninguno de los problemas del día anterior, sin colas de ninguna clase en la entrada, donde se limitaban a comprobar que llevabas la pulsera ajustada, apenas media docena de personas en las ventanillas de incidencias y un acceso mucho más fluido y escalonado, que demostraba que Xoel López, primer cabeza de cartel de hoy, tiene muchísimo menos tirón que Arde Bogotá, que fue el primero de ayer. Por eso, cuando a las 18,50 en punto en el tercer escenario apareció Ángel Stanich, él solo con su guitarra acústica, y empezó a entonar Chevy 57, éramos pocos los que estábamos ante él; pero para la mitad del concierto ya se había congregado una gran cantidad de espectadores y estoy seguro de que en el segundo escenario, donde había comenzado Veintiuno, habría muchos más. Mientras Ángel interpretaba la primera fueron entrando los músicos de su banda: teclados, batería, bajo y Víctor Pescador a la guitarra, que ya desde Escupe fuego, la segunda de la tarde, evidenció un dominio absoluto sobre ella; toca con una intuición telepática y una precisión afilada que le permitía estirar los límites de la canción sin caer en la autocomplacencia y sus solos eran tan bien recibidos como las ráfagas de aire fresco que de vez en cuando se dejaban sentir, para aliviarnos un poco el calor. El final del concierto fue simplemente espectacular, con Mátame camión convertida en una andanada de hard rock como difícilmente os podéis imaginar los que la escucháis en su versión de estudio. Una canción, esta, que había enlazado con la anterior, Metralleta Joe, a través de un puente de ruido al estilo de Sonic Youth, que había comenzado cuando Víctor endureció los acordes de la Guild Starfire 1972 con la que un rato antes sustituyó a la Telecaster que mantuvo durante todo el concierto, para ponernos a todos a saltar. No hubo ni una pizca de rutina en todo el concierto; sus canciones en directo son vibrantes y superan a sus homólogas de estudio, mucho más turbias.
Con Xoel López, en cambio, todo fue suavidad, pero de la mal entendida. En realidad, de todo lo que sonaba lo único que invitaba a bailotear un poco era la percusión, muy latina, y nunca llegó a enganchar a nadie más allá de los fans de las primeras filas. El único momento en que su audiencia se convirtió en un mar de brazos ondeando y saltos generalizados fue cuando interpretó Lodo. Tras él, en el segundo escenario Carlos Sadness todavía fue más tedioso porque ni siquiera tenía el flow elegante que mantuvo Xoel. Cuando le escuché cantar algo sobre agüita de coco me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo con el vaso vacío y comencé un largo y tortuoso camino hacia la barra más cercana, que con alcohol todo se escucha con más ánimo. Desde allí, más alejado, pude comprobar como poco a poco muchísimos de los espectadores iban abandonando el concierto para ir cogiendo sitio ante el primer escenario, donde iba a salir Love Of Lesbian, y había muchos más allí esperando que con Sadness cuando este terminó.
Como suele suceder, el sonido de una Fender fue lo que nos sacudió el marasmo. Apenas un par de acordes de Julián Saldarriaga en la introducción de Los irrompibles y la voz de Santi Balmes fue lo único que necesitamos para recordar que estábamos en un festival. La banda se lució con unas canciones que dejaban patente que las raíces, con habilidad, también pueden germinar en la vanguardia, y las de ellos son muy fuertes. Recordando sociedades con otros músicos, interpretaron El Sur, y como Bunbury no podía estar con ellos, el público se hizo cargo de su parte interpretando aquello de Santa cruz, acudo a ti otra vez, oblígame a creer, con mucho más desafine que acierto, todo hay que decirlo. Tampoco estaba presente Rigoberta Bandini, por eso ella les acompañó virtualmente desde las pantallas en Contradicción, una canción del disco que Love Of Lesbian editará en otoño. Quien sí estaba allí y subió al escenario fue Diego Arroyo, cantante de Veintiuno, que sumó su voz a la de Balmes en Belice. La recta final la comenzaron repitiendo una y otra vez la palabra del subtítulo de Los Toros en la Wii, como perfecto calificativo a lo que estaba siendo el concierto: Fantástico. Y se despidieron incrementando en varios miles de miembros más el Club de Fans de John Boy, mientras los fuegos artificiales se sumaban al espectáculo.
Tras aquello, Fuel Fandango puso el hilo musical a la hora de la cena, y Ginebras, de nuevo en el escenario principal, comenzaron animosas con Alex Turner, recurrieron a Con altura, su versión de Rosalía; recordó Magüi como en la sala Malandar de nuestra ciudad se dio cuenta de que podía ser cantante y dejó atrás sus miedos escénicos, comenzando Muchas gracias por venir, la única balada que tienen, sola al teclado, para que se le fuesen uniendo Sandra, Raquel y Juls, propiciando que la pradera se llenara de luces blancas; bailaron mal al ritmo de la música enlatada con Bailando mal, sumándose a la fiesta María, que además de ser la parte femenina del dúo Elyella, es la manager de estas chicas. Cuando el concierto se convirtió en una verbena me dije que ya era hora de irme, pero me obligué a esperar al menos hasta que tocaran La típica canción, que es uno de mis placeres culpables; pero parece que las puñeteras se lo olieron y la dejaron para el final, así que me fui algo más cansado, pero no frustrado. Las primeras canciones de Dorian ya las fui perdiendo en la lejanía, camino del parking.
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