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PREMIOS GOYA 2019 | ANÁLISIS

El presidente de la Academia, Mariano Barroso, rodeado de líderes políticos y actores. / Europa Press
Manuel J. Lombardo

03 de febrero 2019 - 06:00

A riesgo de ser un aguafiestas de guardia, a veces tiene uno la sensación de que esta ciudad sigue funcionando como un gran decorado berlanguiano con geranios y banderitas en los balcones, o como uno de aquellos cuadros flamencos que amenizaban las juergas de los señoritos que con tanta gracia ha retratado Paco León en Arde Madrid, metiendo hasta una cabra en el salón de Ava Gardner. Aunque Benito Zambrano no se haya terminado de enterar, esos decorados son ahora de diseño industrial, trampantojo de mapping y bafle loco; los señoritos los sacrosantos turistas y las pernoctaciones; y las fiestas privadas los congresos, las bienales interminables o las galas de entrega de premios.

Así, tras el tablao germánico que le pusimos a la EFA en el Maestranza, hemos puesto ahora el de los Goya en Sevilla Este, para alborozo popular y colección de selfies de la clase política y los advenedizos, decoradores urbanos y comisionistas satélite, palmeros deluxe de una concepción de la cultura entendida como gran espectáculo y evento efímero hecho con mano de obra barata (o gratuita), mucho figurante peleándose por un asiento de gallinero y bajo la eterna promesa de prosperidad (para unos cuantos).

Los Goya, siempre un pelín acomplejados a pesar de su glamour alfombrado de imitación, nos han interesado más por lo que revelan y silencian que por lo que enseñan, promocionan y festejan, que no es ya tanto el viejo show business y la cacareada “calidad y diversidad” del cine español, que también la hay, faltaría más (uno se ha visto las películas), como la endogamia en traje de noche de un gremio narcisista con una imperiosa necesidad de cariño que apacigüe su mala conciencia (complete usted aquí el hashtag y el color del abanico) de niño rico y mimado de la industria cultural.

Anoche vimos y padecimos la enésima gala interminable, un espectáculo televisivo siempre extenuante a pesar de los esfuerzos de guionistas, cómicos, tunos y Rosalías que, paradójicamente (o no tanto), tiene más audiencia que varias decenas de películas españolas de 2018 juntas y más o menos lo mismo que la triste ganadora, Campeones, la única cinta que ha hecho eso que se llama industria y que, en consecuencia, se ha llevado el premio gordo por virtudes que nada tienen que ver con la excelencia cinematográfica.

Visto el panorama doblemente desolador, casi que se alegra uno de que las dos mejores películas en liza, Entre dos aguas, de Isaki Lacuesta, y Viaje al cuarto de una madre, de Celia Rico, se hayan ido de honroso vacío en una fiesta privada para profesionales con carnet, alumnos aplicados, hijos pródigos (Sorogoyen) y familias habituales del sector, encantadas de repartirse los cabezones y darse el relevo con tal de mantener el estatus, la cordialidad de sonrisas falsas, la agenda abierta y seguir dejándose querer por el ICAA y las televisiones.

Y tras la fiesta, toca domingo de resaca; el lunes, a por Eurovisión. Que no se diga.

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