Grandiosa épica humanitaria
‘El sueño del celta’ llega hoy a a las librerías · El mal y el miedo, el afán de aventura y las ambigüedades del alma humana vuelven a aparecer en esta historia sobre las terribles sombras del colonialismo en África
El interés de Mario Vargas Llosa por Roger Casement puede remontarse a un artículo fechado en 2001, titulado En el corazón de las tinieblas, que los editores de la versión española de El fantasma del rey Leopoldo utilizaron como pórtico al sobrecogedor e imprescindible libro de Adam Hochschild. Como el periodista Morel, dejó escrito Vargas en aquel texto germinal, Casement “merecería los honores de una gran novela”. No es dable pensar que ya entonces se propusiera escribirla él mismo, porque en tal caso no la habría adjetivado de ese modo, pero aquel prólogo atestigua que la atracción del novelista por la atormentada figura del irlandés se retrotrae en el tiempo al menos una década, lo que habla a las claras de un largo proceso de gestación. Ahora bien, El sueño del celta no es sólo una gran novela, tan buena o más que La fiesta del Chivo. Es una obra maestra que desmiente –otra vez– la idea relativamente extendida de que los mejores libros de Vargas se escribieron hace tiempo.
Ya entonces apuntaba el autor peruano que el conocimiento de Casement y de los desmanes –por decirlo suavemente– de los belgas en el Congo le había hecho considerar a otra luz la celebérrima novela de Conrad. “La clásica interpretación de Kurtz era la del hombre de la civilización al que un entorno bárbaro barbariza; en verdad, Kurtz encarna al civilizado que, por espíritu de lucro, abjura de los valores que dice profesar y, amparado en sus mejores conocimientos y técnicas guerreras, explota, subyuga, esclaviza y animaliza a quienes no pueden defenderse”. De eso trata esta novela, del reverso siniestro de la civilización, del modo en que los arrogantes occidentales pueden llegar a convertirse, gracias a una cultura superior que no siempre se proyecta al plano moral, en bestias salvajes que nos devuelven –nunca mejor dicho– a la ley de la selva.
Esta inversión de valores es, desde esa perspectiva moral, el gran hallazgo del narrador. Fueron los pieles rojas americanos los que aprendieron de los blancos a cortar las cabelleras, y no al contrario. Pero ellos al menos, aunque acabarían siendo igualmente masacrados, pudieron plantar batalla, lo que no estaba al alcance de los desdichados congoleses estabulados por la Force Publique de Leopoldo, que como después harían los nazis trataba incluso de economizar las balas, de donde la bárbara costumbre de cortar las manos –a vivos o muertos– como prueba de que los proyectiles no se habían desperdiciado. Sobre la denuncia de la desastrosa actuación colonial en África planea el recuerdo de acciones igualmente depredadoras –aunque menos fríamente planificadas y muy pronto cuestionadas desde dentro mismo del Imperio– como la conquista española de América, lo que viniendo de un hispanófilo como Vargas, a quien debemos el más ponderado recuento de la formidable aventura de Ultramar, nos habla de su sensibilidad siempre alerta frente a toda clase de injusticia.
Educado como británico pero de raíces irlandesas por parte de madre, Roger Casement (1864-1916) es el gran protagonista de la historia, un personaje estrictamente real que merecería ser inventado. El falso redentor de la negritud que era Leopoldo, apoyado por centenares de políticos, militares y religiosos corruptos de toda Europa, encontró su némesis en este hombre complejo que más tarde –como leemos también en la novela, tras contemplar parecidas o peores atrocidades en las caucherías (esta vez inglesas) de Putumayo, en la Amazonía– se reinventó como patriota y luchador por la independencia de Irlanda. Fue a su modo otro impostor, pero las oscuras aristas de su personalidad, magistralmente caracterizada por Vargas, no le restan atractivo. El “escuálido e intenso irlandés”, como lo calificaba John Stape en su estupenda biografía Las vidas de Joseph Conrad (Lumen, 2007), no pudo convencer al autor de Una avanzada del progreso –el otro de los relatos de Conrad dedicados al Congo– de que testificara a su favor en los famosos informes que mostraron al mundo el verdadero rostro de las explotaciones coloniales. Y debe reconocerse que no estuvo muy valiente, el gran cronista del valor en la adversidad, que aun simpatizando con el amigo –“Le ayudaría, pero no depende de mí”– temía no sin motivo ser repudiado por su país de adopción.
Porque marcado por lo que ha visto y denunciado, Casement evoluciona hacia el nacionalismo irlandés, distanciándose progresivamente de los británicos que lo habían nombrado caballero y empiezan a considerarlo un traidor. “En el sueño recordó con insistencia que, en septiembre de 1906, antes de partir hacia Santos, escribió un largo poema épico, El sueño del celta, sobre el pasado mítico de Irlanda”. La historia de la romántica lucha de Eire por la independencia, que más tarde degeneraría en vulgares escaramuzas sectarias, ha sido contada muchas veces, pero pocas habrá sido abordada de un modo tan ajeno a las torpes proclamas esencialistas. Acogido a una estructura impecable, Vargas empezaba su novela con Casement recluido en una celda, en vísperas de su ejecución, para a continuación contarnos las peripecias de una vida como pocas novelesca, en la que no hacía falta inventar más que los detalles. Prodigiosamente verosímiles y exactos, estos últimos son el resultado de un exhaustivo trabajo de documentación que sorprende por la pluralidad de los escenarios.
Roger Casement fue un héroe, pero fue además otras cosas, y aquí es donde el relato de Vargas se eleva más allá de la grandiosa épica humanitaria. Como podemos leer en la cita preliminar de José Enrique Rodó, “cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos”. El título de la citada biografía de Conrad, pobremente traducido al castellano, hablaba también de several lives o múltiples vidas. Un hombre es siempre varios hombres, dado que las interpretaciones lineales nunca son satisfactorias. El lado oscuro de Casement tiene que ver no con su homosexualidad no declarada –que fue un escándalo y ha quedado reducida a anécdota privada–, sino con los hábitos, verdaderos o imaginarios, que su fantasía le llevó a practicar, fuera en la realidad o tan sólo en el papel. Los llamados Black Diaries, acerca de cuya veracidad –pese a que fueron dados por genuinos hace apenas unos años– sigue abierta la controversia, son la pieza que completa un drama de proporciones colosales.
El análisis del mal, los contornos del miedo, el afán de aventura o las ambigüedades de la naturaleza humana no son temas nuevos en la obra de Vargas Llosa. Lo extraordinario es que el anciano fabulista pueda seguir sacándoles jugo y escribiendo, una tras otra, obras admirables, perfectas en lo formal y absolutamente necesarias.
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