Hace falta mucha infancia

La argentina María Negroni establece correspondencias entre el misterioso cuerpo fílmico y la escritura igualmente enigmática de Joseph Cornell.

El artista y cineasta experimental Joseph Cornell (24 de diciembre de 1903-29 de diciembre de 1972).
El artista y cineasta experimental Joseph Cornell (24 de diciembre de 1903-29 de diciembre de 1972).
Alfonso Crespo

05 de enero 2014 - 05:00

Elegía Joseph Cornell. María Negroni. Caja Negra Editora, Buenos Aires, 2013, 96 págs. 19 euros.

Libro insólito éste de la poetisa y escritora argentina María Negroni, quien decide en él responder al cine de Joseph Cornell con sus propias armas (las del fragmento, el bricolaje, la ensoñación o la Sehnsucht erotizada) pero desde la orilla de las palabras: prosa lírica, poema, boceto, ráfaga, elucubración, reminiscencia, cita, caligrama. A Negroni el trabajo artístico de Cornell, en lo que a sus artesanales y famosísimas cajas se refiere, la había atrapado hacía tiempo, y de ello informan anteriores y no menos heterodoxos libros como Museo negro (1999) o Pequeño mundo ilustrado (2011), pero aún quedaba lo más difícil, dialogar de alguna manera con su cine, sin duda su práctica más secreta -y no por ello menos influyente, sobre todo en los grandes nombres de la vanguardia fílmica neoyorquina: Jacobs, Smith, Brakhage, Jordan o Mekas- y turbadora. Y para buscar un asidero al que agarrarse dentro de las imágenes de Cornell, tanto las del filme-collage de material encontrado como las del que recoge delicadas impresiones de Manhattan en trance romántico y simbolista, Negroni detiene una de sus películas más emblemáticas, Children's Party (1938), y extrae una suerte de plano-emblema (el término es de Noël Burch) del cine cornelliano para tomarlo como guía y leitmotiv del libro: aquel de una niña desnuda, cubierta por su larga melena rubia, que, como si de una desconcertante versión de Lady Godiva se tratara, aparece montada en un corcel blanco. "La nena -escribe Negroni- habría dejado insomne a Lewis Carroll".

El éxito de este opúsculo sugerente y penetrante viene determinado por la manera en la que la ensayista logra establecer correspondencias y pasajes entre el misterioso cuerpo fílmico de Cornell y su escritura, igualmente enigmática y descoyuntada. Es decir, en la forma en la que este libro actúa como ersatz, como sustituto literario de una obra fílmica, y también como su exégesis e incluso como su excrecencia, pues Elegía Joseph Cornell, como advierte con sagacidad David Oubiña en la contraportada, es una suerte de diario íntimo por interpósita persona, un libro personal y en clave que sólo Cornell sabría leer y que se emparenta con el subconsciente de su cine; uno que, es preciso recordarlo, siempre prefirió imaginar a realizar (dejando la tarea en buenas manos, las de Brakhage y Burckhardt sobre todo). Así, plano y hoja quedan aquí mágicamente igualados: el cine de Cornell, desde que apasionado por una actriz recortase y remontase una película de serie B para eliminar el peaje narrativo que contrarrestaba la fascinación -Rose Hobart (1936)- hasta que mandara a Rudy Burckhardt a robarle imágenes a una niña desorientada que paseaba por el parque donde ambos andaban rodando Nymphlight (1957), es uno de la suspensión -de ahí que tenga tanto que ver con la experiencia duchampiana de sus microinstalaciones-, donde el raccord de continuidad queda prohibido y la imagen se carga de visiones, desafiando su naturaleza de registro y sometida, por el montaje, a las transformaciones propias del sueño. A esto no le puede concordar sino la autarquía de la página de Negroni, lo que proporciona que un "apunte para una biografía mínima" de Cornell pueda ir enfrentado al monólogo interior de la diminuta Lady Godiva, o un poema de Charles Simic a una reflexión del cineasta como coleccionista. El plano y la hoja, entonces, como caja, donde la memorabilia propia y ajena se tiñe con la misma luz ambarina de una irreprimible nostalgia.

Y es ésta una melancolía de niños grandes. De sus películas dice Negroni: "un festival de la infancia muerta, un repertorio de alegrías tristes para seres desahuciados". Definición tan poética como exacta, pues Cornell, el paseante, el bricoleur, el viajante imaginario -tan cerca de Roussel-, el rebuscador en mercadillos, el misántropo cultivado, ahorma su cine a la única condición de enunciación que estima deseable, la del niño adulto condenado al voyeurismo. Así es que las principales fuentes de emoción del mismo, por ejemplo la aleación entre movimientos de vida producidos por niños y pájaros, quedan tintadas -a veces literalmente- por una distancia que compromete la viveza de las imágenes: esto es evidente en sus películas de found footage, pero también en aquellas, como Centuries of June o A legend for Fountains, en las que se trata de impresionar una realidad concreta y en directo. Las de Cornell, mediadas por Burckhardt o Brakhage, no son las glimpses of beauty de Mekas, pues sus raptos de belleza ruedan por la pendiente de un simbolismo romántico algo perverso donde la realidad, como en los sueños o bajo la hipnosis, se espesa irremediablemente. Esta condición de inocencia lánguida de la mirada cornelliana se introduce en las páginas-compartimento de la elegía de Negroni, quien salta entre la vida y la obra del artista con la despreocupación obsesiva de una niña resabiada que estuviera estrenando el reciente regalo de la ironía.

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