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Inagotable caudal de sugerencias

V Premio Manuel Clavero

La autora detalló algunas claves de su poética en 'Visión de un paisaje', su discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

Carmen Laffón, en una imagen de su archivo personal, tomada en la calle Vírgenes. / Claudio del Campo
Braulio Ortiz

17 de enero 2016 - 05:00

Fue el pintor Manuel González Santos, amigo de los padres de Carmen Laffón, el pediatra don Manuel Laffón y su mujer doña María de la Escosura, quien invitó a la familia a los terrenos de La Jara, en Sanlúcar de Barrameda, cuando la artista era apenas una recién nacida. González Santos sería así una figura fundamental en la biografía de Laffón, no sólo por ejercer de maestro en sus primeros años y por aconsejar a los padres que aquella joven debía continuar formándose y seguir adelante con su vocación, también por dar a conocer a la creadora un escenario imprescindible en su vida y en su obra. Motivos como la desembocadura del río, la bajamar, el Coto de Doñana, enigmas que desentraña en su producción artística la sevillana, marcarían profundamente su sensibilidad y ejercitarían en ella la capacidad de ver más allá, la virtud de detectar la grandeza de los lugares aparentemente sencillos, la emoción contenida que encierra la naturaleza.

De ese hechizo dio cuenta Laffón en el discurso Visión de un paisaje, que pronunciaría el año 2000 en su ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, un texto crucial para entender la poética de una artista que concibe su oficio como un diálogo íntimo y no se prodiga en analizar en público su trabajo. En aquella intervención, la autora recuerda la educación sentimental que supuso su primer contacto con el litoral gaditano, Sanlúcar de Barrameda, "mi otra ciudad, donde comencé a pintar y a soñar. Soñar, porque cuando termina el río y comienza el mar abierto, la imaginación vuela o, mejor dicho, navega a países de tierras y cielos desconocidos, de leyendas y aventuras, de esperanzas e incertidumbres, suscitando en mí cuando lo contemplo sentimientos y pensamientos más allá del tiempo".

Pero en su relato no resuenan los ecos de las grandes hazañas de la Historia, de ese espléndido pasado que conecta aquel enclave con otros continentes: sus descripciones conmueven en su retrato de lo cercano, reivindican la dignidad de las manifestaciones más despojadas y humildes del paisaje, ese "paraje sencillo" que ella detalla en un texto bellísimo, cuando rememora "un campo modesto, de pequeños cultivos de papas, tomates y maíz en tierras arenosas y rojizas, chumberas, mínimos grupos de cañaverales y algo de viña, salpicada por higueras y árboles frutales, completaban el entorno. (…) Cercana estaba la pequeña estación. El tren de baños, como lo llamaban, hacía el trayecto de Sanlúcar a El Puerto de Santa María. Su paso me marcaba las horas. En las noches, la luz del faro de Chipiona llegaba hasta la casa e iluminaba a intervalos el jardín. Todo esto, muy cerca del mar, formaba mi mundo, mi paraíso".

Laffón evoca cómo gestos cotidianos, "pasar del campo a la playa, penetrar en la sombra grande y fresca de un melocotonero vecino, ver formarse el pajar en la mañana", fueron creando en ella "una inclinación hacia el valor de lo menor, de lo íntimo, a cultivar y recoger el tesoro que encierra lo pequeño, como dice mi amigo el poeta Jacobo Cortines".

En sus palabras, Laffón plasma los prodigios del paisaje con el mismo cuidado con el que los vuelca en su pintura. En su discurso, su verbo traza y modela la playa de la Jara, el misterio y la poesía de un espacio en constante metamorfosis, ante el que el oyente o el lector de esa ponencia también queda subyugado. "Es una playa", dice, "de arena blanca, con piedras, un poco fangosa por la proximidad de la desembocadura del río, de aguas templadas y oleaje irregular. Con la marea baja se producen milagros: el agua se aleja tanto que se puede caminar hacia el horizonte sin encontrar el mar, que ha dejado al descubierto, en su ida, un amplísimo semicírculo construido con piedras y ostiones para retener el pescado: el Corral de Merlín, un arte de pesca de origen romano para unos, para otros, árabe. En su interior, se crean en la bajamar lagunas, piélagos, charcos y surcos, acumulándose piedras, verdina, algas, un verdadero jardín de mar, en el que las luces y sus reflejos forman enredos y laberintos". El sosiego de las mareas, la asombrosa paleta de colores del cielo, fueron, "y siguen siendo para mi labor pictórica, un inagotable caudal de sugerencias".

Con el tiempo, Laffón fue dirigiendo la mirada hacia un territorio plagado de mitologías y significados, el Coto de Doñana, que inspiró a su amigo José Manuel Caballero Bonald y en el que, como rememora en su discurso, Goya estuvo junto a la Duquesa de Alba. A pesar de que el Coto se avista desde La Jara, la artista no lo había tratado hasta entonces en su pintura. Eligió abordarlo desde la prudente distancia de la otra orilla, reforzando así las intuiciones que tenía sobre aquel paisaje "tan atrayente como inaccesible". "Detrás de los pinos, que crean términos y lontananzas, presiento o creo adivinar su interior: bosques, lagunas, lucios, corrales de nombres sombríos o evocadores de tierras y de la vida que contienen. Y de lo que allí sucede, sólo me llegan las bandadas de los pájaros en la tarde, al comienzo del otoño, dibujando ritmos en el cielo", dice Laffón.

En ese "paisaje sin adornos", en ese "mundo partido por el río", la Hija Predilecta de Andalucía encontró un modo de reflejar el portento desde la elegancia. "La cualidad que lo engrandece", afirma la pintora, "es su simplicidad, esa aparente simplicidad de horizontales infinitas que dividen los espacios de mar y cielo y configuran la banda del Coto. En la nitidez, en la pureza del dibujo de estas líneas, es donde radica, a mi juicio, su armonía, su vigor y su fuerza".

El ingreso en la Academia de Bellas Artes de San Fernando sirvió a Laffón para repasar algunas de las influencias que le han dejado huella, a las que vincula a su universo estético. "Las asociaciones con imágenes de otros pintores son frecuentes, desde los románticos hasta los minimalistas. Y recuerdo a Friedrich cuando vislumbro al anochecer barcos, oscuros y silenciosos, señalando rutas y adentrándose en el océano. Y con los aires del poniente largos y fríos en el invierno, pienso en Turner, con embarcaciones que atraviesan la trágica barra, testigo de tantos naufragios. Y presiento a Monet cuando contemplo algas flotando en la bajamar, como una laguna en los días de calma. Degas está presente en las tradicionales y nostálgicas carreras de caballos por la playa, convertida en hipódromo azul. Seurat, en las tranquilas escenas al borde del mar. Rothko, en la banda roja del crepúsculo, y Walter de María, en el color y olor de la arena del río oscura y mojada".

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