Paseos por la vieja Europa
Luis Pancorbo propone en su libro 'Del Mar Negro al Báltico' un análisis del pormenor humano de los escritores que sirve para explorar el pasado europeo.
Del Mar Negro al Báltico. Caminos y letras. Luis Pancorbo. Almuzara. Córdoba, 2014. 288 páginas. 21,95 euros.
Una peculiaridad de este libro, aparte la decidida mirada antropológica de su autor, es la de vincular el viaje a determinados nombres de la literatura europea. Así, la Moldavia de Pushkin precede a la Crimea de Tólstoi y de Chéjov, y ambas a la Ucrania interior, donde Pancorbo buscará la tenue huella literaria de Conrad y de Nikolái Gógol. Dicho itinerario acabará en Riga, ciudad que vio morir a Ángel Ganivet, no sin pasar antes por la Varsovia de Malinowski y la Vilnus de Czeslaw Milosz. En cualquier caso, y señalada ya la singularidad más obvia de esta obra, cabe decir que Del Mar Negro al Báltico no es una colección de estudios literarios (género excelente, por otra parte), sino un viaje por etapas donde los escritores, su pormenor humano, sirven de excusa para exfoliar las numerosas capas del pasado europeo, cuyo espesor se transparece aún en la configuración y el aspecto de sus ciudades.
Una mirada superficial o poco atenta podría llevarnos a pensar que la intención de Pancorbo ha sido la de constatar el naufragio de la URSS, consignando de paso los resultados más inmediatos de tal derrumbe. No es ésa, sin embargo, la intención primera y la razón última de estas páginas. En los diversos capítulos aquí incluidos, cada uno enhebrado en torno a un figura literaria, lo que se revela, lo que se dice, lo que se vislumbra, no es otra cosa que la perduración del pasado y el sedimento espiritual que configura oscura y tenazmente, a través de los siglos, el carácter de un pueblo. Quiere decirse con esto que, bajo la corpulenta efigie de la URSS no dejó de alentar, bien el catolicismo, bien el rito ortodoxo, bien el menguado culto hebraico que sobrevive a los progromos zaristas y soviéticos y a la solución final del régimen nazi. Más allá aún, es posible datar un paganismo todavía reciente (paganismo que señalaron, cada uno a su modo, Michelet y Heine), sin olvidar la huella ribereña de la Antigüedad clásica. Y es precisamente esta heredad grecolatina la que Pushkin, exiliado en Moldavia, recupera siguiendo los pasos de otro exiliado: Publio Ovidio Nasón. En este sentido, el hecho de que Pushkin uniera el culto a la antigüedad con el culto del folclore zíngaro, no hace sino incardinarlo en la profusa imaginería romántica -recuerden la novelita de Von Arnim, Isabela de Egipto, donde Carlos V se enamora de una hermosa gitana- que hizo del ayer, de lo insólito, lo vagoroso y lo errabundo, un ideal irrazonado y una pasión exótica.
A esto cabe añadirle la presencia fantasmal, pero no por ello menos evidente, de los grandes imperios que dirigieron los destinos de aquella zona: el imperio otomano, el imperio ruso y el imperio Habsburgo de Austria-Hungría. Sin esta formidable mezcla político-religiosa, buena parte de lo sucedido en aquellas tierras, buena parte del delicado vitral que Pancorbo recoge en estas páginas, no tendría una explicación adecuada. Sea como fuere, es probable los capítulos más interesantes sean aquellos que atañen de un modo directo a Ucrania y su limes; vale decir, aquellos que, dedicados a Pushkin, a Conrad, a Chéjov y Tólstoi, nos dejan entrever la endiablada cordelería sentimental que todavía fracciona y enemista esas tierras. Por los mismos motivos, el dedicado a Gógol no es menos relevante que los antedichos. En cuanto a Ganivet, el que se ocupa de los últimos días es quizá el más conmovedor y extraño. No obstante -y obstar aquí es abrir una brecha sustancial respecto de las otras partes del libro-, el capítulo dedicado a Cracovia, a la Cracovia de Conrad y Malinowski es, con mucho, el que mayor desasosiego, el que mayor pesadumbre proporciona al lector. Y no por la peripecia de vital de ambos escritores, cada uno a su modo instigado por la curiosidad antropológica, sino por ese más allá absoluto que abre la visita de Pancorbo al campo de exterminio de Auschwitz. Ahí, es un vacío total, operado sobre la huella de lo humano, lo que vuelve a abrirse con una proximidad aciaga y calcinante. Esas son, indudablemente, las páginas mejores, las más terribles y sobrecogidas, de este volumen. Los zapatos vacíos, las cabelleras en montón, remiten a lo indecible que vive y arde en el corazón de los hombres.
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