La coherente visión musical de Pony Bravo
Pony Bravo | crítica
Pony Bravo inició en la noche del pescao frito la gira de presentación de su nuevo disco, 'Trópico', sobre el escenario de la Sala X, con el aforo completo
"'Renacer' es una reflexión sobre el proceso creativo"
Sevilla se rinde a la escena urbana
Estamos en el siglo XXI, la época de la cibernética en miniatura y de las concentraciones humanas. Se nos está poniendo la cara del color del asfalto y los ojos como espejos de tanto reflejar la ridícula monotonía que nos rodea. En nuestros cromosomas se acumula toda la historia de la humanidad y se mezcla con las ansias de ciencia ficción, de visiones futuristas, con las ansias de evasión que habitan e inundan cada día nuestro programado cerebro. Perdemos la noción del tiempo de tanto preocuparnos por él, y ya no sabemos si comportarnos como caballeros medievales o como los fríos microprocesadores que vigilan y controlan cada uno de nuestros movimientos políticamente correctos. La música de Pony Bravo es la resultante y la exposición directa de este trauma urbano que vivimos. Y su concierto de anoche en la Sala X reflejó perfectamente la situación expuesta, cuando volvieron a ella después de casi cinco años; los que han pasado desde el último concierto de la gira de su disco anterior, Gurú, y el primero de la del disco nuevo, Trópico.
Durante la hora y media que la banda estuvo sobre el escenario se movió por toda su discografía, aunque centrándose de forma recurrente en su nueva obra, de la que nos ofrecieron siete de la docena de canciones de melodías inquietantes, estructuras repetidas, ritmos torturantes que hicieron que no dejásemos de movernos durante todo el concierto con sus bases sonoras híbridas. Anoche todo el mundo tenía ganas de escuchar las nuevas canciones de Pony Bravo, habida cuenta de que pasaba ya una excesiva cantidad de años sin que apareciese un disco nuevo y de las buenas expectativas levantadas por las pocas que ya habían ido adelantando: C’est chic – C’est bon, Jazmín de megatrón, Reflejo exacto y Linda; estas dos sirviendo para comenzar respectivamente los bises y el concierto. Y todos salimos más que contentos. Después de oscurecer el bolero que cantaba Machín mezclaron la zambra de Caracol con el dub convirtiendo la Ninja de fuego en una anomalía musical que trasplanta sus raíces andaluzas en terrenos contaminados por toda clase de ritmos electrónicos undergrounds, un vicio seductor con el que comenzaron a desplegar todo el eclecticismo del que hacen gala en este Trópico, primero con C’est chic – C’est bon, rescatando en las proyecciones del fondo del escenario algunas de las estampas más celebradas del Espejo blanco que llevaron al Lope de Vega, como Drácula con la cara de Lopera o un tirador de cerveza en la luna, para acelerar el ritmo un poco más en Reinos interiores y volver a los recuerdos con Noche de setas, la primera coreada por la gente; El rayo, con una mayor carga de hedonismo, y Turista ven a Sevilla, para hacernos sucumbir al ritmo hipnótico de la copla anómala que hacen de ella. Con Chichén Itzá, otra de las nuevas, bailamos al borde del abismo antes de volver al pasado más remoto de la banda con Sunset; tiempo y espacio son dos coordenadas vitales que cobran extrañas dimensiones en un concierto como este, que tuvo mucho de electrónica, prácticamente todo, pero el producto final fue ampliamente directo y eficaz, casi orgánico, incluso. Piezas como El político neoliberal, la que siguió, fueron verdaderamente diabólicas, todo ruptura y variaciones, un parche que te cerraba los ojos a todo y no permitía ni un solo desliz de la mente hacia la realidad. El pervertido funk de Rey Boabdil siguió liberando energía que canalizaron perfectamente a través de una más de las canciones que presentaban, Magic feeling, de la que Pablo Peña dijo que representaba muy bien lo que estaban sintiendo esta noche. Con ella se inició el ascenso que hizo soltar definitivamente las ataduras del público, Ibitza, Jazmín de Megatrón, Totomami, hasta el final del set.
Los bises fluctuaron entre la calidez con que Pony Bravo presentaba el futuro distópico en Reflejo exacto y la mitología moderna del postureo a los dos lados de la raya de Mi DNI, que coronó el final demoledor iniciado con el house desatado de La rave de Dios. Darío del Moral, con la batería y sintetizadores; Daniel Alonso, con los teclados y la voz principal; Raúl Pérez y Pablo, intercambiándose la guitarra y el bajo, asumiendo protagonismo en la voz ocasionalmente el segundo, fueron los maestros de fragua que dieron formas a los complejos patrones rítmicos y a las imágenes, más abstractas que concretas, que poblaron un concierto que no llegó a convertirse en un absoluto caos, aunque llevaba amenazando con ello prácticamente desde que empezó, porque todos queríamos que la uniformidad de tono intrínseco al tratamiento que la banda dio a sus interpretaciones estallase hasta hacer temblar el suelo. Sobre la catarsis primó el espectáculo híbrido entre los sonidos, textos y elementos visuales, con la iluminación y la estructura escénica de Benito Voluble y el sonido de Javier Mora, y canción tras canción Pony Bravo hizo emerger una visión musical muy coherente que unificó en una apasionante concepción los variados elementos que configuran su mundo sonoro.
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