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La felicidad no admite atajos

La búsqueda de la felicidad | Crítica

El mundo de hoy busca libros de instrucciones para lograr esta aspiración humana básica y Victoria Camps nos recomienda bucear en la filosofía

La catedrática de Ética Victoria Camps (Barcelona, 1941). / D. S.
Tomás Monago

07 de abril 2019 - 06:00

La ficha

'La búsqueda de la felicidad'. Victoria Camps. Arpa. Madrid, 2019. 176 páginas. 18 euros.

¿Existe la felicidad? Si existe, ¿qué es?, ¿en qué consiste exactamente? ¿Podemos ser los humanos felices? ¿Lo somos? ¿Tenemos derecho a ser felices? ¿Existen reglas, fórmulas o caminos para que seamos felices?

Preguntar siempre es, aparentemente, más fácil (o no) que responder y, sin embargo, solemos ir directamente a las respuestas. Demandamos instrumentos, guías, consejos, que nos ayuden a ser felices, sin pararnos a pensar qué buscamos exactamente y por qué. Y no hay buenas respuestas, nunca, sin buenas preguntas, sin una base reflexiva previa sobre el objeto: la felicidad.

La catedrática de Ética Victoria Camps acaba de publicar La búsqueda de la felicidad (Arpa), un ensayo en el que repasa qué nos han dicho los grandes filósofos acerca de la felicidad a lo largo de los tiempos, para a partir de ahí ir armando un esbozo de teoría, no tanto sobre cómo ser felices sino sobre cómo acercarnos de una forma práctica a un concepto tan resbaladizo.

Para Camps, la felicidad, la vida feliz, no es un estado, sino un proceso. Es algo que vamos construyendo a lo largo de nuestra vida y que nunca alcanzamos en toda su plenitud, más que nada porque tal plenitud no existe, sólo es posible en un mundo ideal sin imperfecciones ni contingencias. Sin embargo, sí anhelamos esa plenitud, lo que lleva a la catedrática a inferir que la felicidad parte de algo tan primario como el deseo. En este caso el deseo de vivir, con todas sus ramificaciones posibles, de vivir bien, que se identifica con la definición aristotélica de la "vida buena".

Pero ese deseo necesita de un regulador. Si no lo controlamos, podemos hacernos daño o hacer daño a otros. Nuestra naturaleza limitada implica, obviamente, ponernos límites. Y la libertad, la libertad de elegir no sólo qué hacer, sino qué ser, es ese instrumento. Motivadas por nuestros deseos, nuestras elecciones van a condicionar la construcción de la felicidad. Que siempre será imperfecta, que estará acompañada inevitablemente por la adversidad y el dolor, pero que finalmente, si logramos un sólido edificio interior –un edificio ético y con valores, que nos defina como humanos– merecerá la pena.

Portada del libro. / D. S.

Camps, al identificar la búsqueda de la felicidad con la configuración de nosotros mismos como humanos, huye de las fórmulas instantáneas que ofrece la autoayuda, que suele atacar los síntomas pero no las causas del malestar del hombre moderno. Un mundo tan contrario al aburrimiento, tan partidario de la excitación, de la sucesión interminable de experiencias, puede que tenga poca querencia por la felicidad tal y cómo la entiende la catedrática. Camps elogia la monotonía, el aburrimiento incluso, ese esfuerzo cotidiano por hacernos mejores, que para ella es el conocimiento. La felicidad, nos dice, tiene mucho que ver con el trabajo del agricultor con la tierra, duro y diario, pero que al final da sus frutos.

Cercana a la izquierda –fue senadora del PSOE en los años 90– Camps no obvia en su reflexión la relación entre felicidad y sistema político y económico. Parte de que sin unas condiciones materiales mínimamente dignas, nadie puede aspirar a la felicidad, precisamente porque sin ellas las personas carecerían de la condición imprescindible, la libertad de elegir qué hacer con sus vidas. Niega el derecho a la felicidad –al no ser ésta un estado fijo en el tiempo, sino un proceso nunca alcanzado– pero no el de la búsqueda de la felicidad, tal y como consagra la Constitución de Estados Unidos. Y ve esa aspiración dificultada por un universo consumista, que presiona hacia la competitividad, la productividad y la consecución del éxito material.

Volvemos al punto de partida de los deseos: al estar estos condicionados por la publicidad y el ambiente social (consumo, éxito...) y no ser fruto de una libertad plena, producen malestar, estrés. Que a su vez tratamos de aliviar con píldoras de autoayuda y psiquiatría. A veces, incluso las propias empresas toman medidas para procurar la felicidad del trabajador, pero sólo como medio para incrementar su productividad. En opinión de Camps, estos recursos no son más que meros calmantes que no abordan las causas.

La filósofa deja claro también que, pese a que la búsqueda de la felicidad es una construcción personal, es imposible acometerla sin el otro. Somos autónomos y dependientes al mismo tiempo. Para vivir bien, los afectos son imprescindibles (hay todo un capítulo dedicado a la amistad) y ese edificio feliz también es social. Camps desconfía de esa idea ultraindividualista que parte de la base de que cualquier ser humano puede (solo) con todo, no conoce límites. Todo lo contrario: sólo mitigamos y nos consolamos por nuestras carencias con el otro. Y con ayuda del otro.

Camps reserva los últimos capítulos a la vejez y la muerte. Del mismo modo que en el resto de nuestra vida, la felicidad en los últimos años es también un aprendizaje, quizás más duro por las limitaciones físicas pero también más sencillo en otro sentido porque ya hemos adquirido la sabiduría que distingue lo esencial de lo accesorio. Respecto a la muerte, resalta algo obvio: es inevitable. Y algo menos obvio: seríamos menos humanos si fuéramos inmortales, porque es precisamente la muerte lo que nos impele a vivir, a intentar ser felices, a buscar un sentido a nuestras vidas, una razón, que no es universal –como fue Dios hace cientos de años– sino personal. Cada uno debe hallar y buscar ese motivo, desde la reflexión. Vivamos por él y cuando la guadaña nos aceche, que nos coja satisfechos. Al menos lo hemos intentado, viene a decir Camps.

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