Dos carneros
La clase de griego | Crítica
Qué mayor impotencia que leer en palabras, negro sobre blanco, lo que te están diciendo que no se puede decir con palabras
La ficha
La clase de griego. Han Kang. Traducción de Sunme Yoon. Ramdon House. Barcelona, 2023. 175 páginas. 19,90 euros
Acaba de aparecer en Random House La clase de griego, última novela de la escritora surcoreana Han Kang (Gwangju, 1970), quien llegó hace muy poco a nuestra lengua, siempre a través de la traductora coreanoargentina Sunme Yoon, con títulos como La vegetariana (2017), Actos humanos (2018) o Blanco (2020). Gracias fundamentalmente a su buena acogida en el mundo anglosajón –fue galardonada con el Man Booker International Prize en 2016–, Kang se ha ido posicionando como una referencia ineludible de la literatura coreana, o al menos de la literatura coreana traducida al inglés. El efecto canonizador de la traducción es especialmente incontestable cuando se dan ciertos factores idiomáticos y editoriales, pero eso es harina de otro costal. Eso sí, hay que destacar –lo que son las cosas…– que Kang tuvo un primer intento en el mundo hispanohablante en 2012, con la primera versión de La vegetariana, también traducida por Sunme Yoon, en la editorial independiente argentina Bajo la Luna. A aquel primer intento austral lo siguió una breve trayectoria en la editorial Rata, que ha cristalizado finalmente en la entrada en el catálogo del grupo Penguin Random House, donde le esperan grandes éxitos.
La clase de griego antiguo que da nombre a la novela es la que reúne en un mismo espacio a los dos protagonistas: el profesor y una de las alumnas. Es una clase para alumnos mayores, no piensen mal, que van a griego como actividad de por las tardes. Él, hombre sensible y perseguido por un pasado de inmigrante en Alemania, está a punto de perder la vista. Ella ha vuelto a revivir, después de una serie de lamentables acontecimientos, un trauma de la infancia que le hizo perder la capacidad del lenguaje. La clase de griego les ofrece a ambos la posibilidad de hallar en una lengua muerta aquello que las lenguas vivas –el coreano, el alemán, cualquiera– han perdido o ya no son capaces de ofrecer. Esta novela tiene mucho de reflexión sobre el lenguaje, de decepción ante la impotencia de las palabras, y de fomento incluso de esa misma impotencia, porque qué mayor impotencia que leer en palabras, negro sobre blanco, lo que te están diciendo que no se puede decir con palabras. Hay citas frecuentes de Borges a lo largo del texto que buscan justificar lo irresoluble de la paradoja, diseminadas en un escenario de oriental contemplación, de pretendido mundo aparte en que la poesía y la miniatura importan.
Los españoles sabemos muy bien en qué consiste ese toc especular y de poderosa raíz colonialista que consiste en darle al foráneo exactamente lo que quiere; en eso somos también como nuestros hermanos marroquíes. Un muchacho de Tánger que nunca ha visto el campo te ofrecerá comprarte a tu mujer por dos carneros simplemente para que tengas el gusto de vivir la experiencia de que un marroquí intente comprarte a tu mujer por dos carneros, como es preceptivo en la imaginación, aunque ni le interese tu mujer ni tenga la menor idea de cómo funciona un carnero. Hay escritores –en el caso de Marruecos, Abdelá Taia, por ejemplo, cuya última novela, Vivir a tu luz, reseñé hace unos días en estas mismas páginas– que se rebelan contra lo que lectores y editores consideran que les corresponde por pertenecer a una u otra tradición literaria, y que incluso hacen de eso el centro de sus obras. Y hay otros que quieren comprarte a tu mujer. En el fondo el planteamiento es perverso, porque ¿qué le impide ofrecerte dos carneros, si es lo que él quiere? También es un poco racista exigirles a los demás que renuncien a sus prototipos para no caer en el prototipo racista de agarrarse a ellos para satisfacer al occidental –en este caso a Penguin–, y, en cualquier caso, ¿es lícito hablar de colonialismo cuando hablamos de Corea? ¿Me va usted a comparar a un coreano con un marroquí?
El relato –que pretende ser intimista, sensitivo– de los mínimos detalles de las existencias solipsistas de los personajes corre el riesgo de convertirse en una concatenación de pasajes vacíos, animados por una suerte de poética de la soledad contemporánea un poco ingenua y a ratos irresponsable. Estos personajes tienen hijos, novios, alumnos a los que deberían cuidar un poco mejor y que pasan a un segundo plano vital, superados por la estrategia disuasoria de los detalles literarios, de la poesía contemplativa, del gesto, de la flor, de la gota que cae. Hay toques de violencia vitalista en el libro, que llegan a elevar la temperatura por unos segundos, pero motivada por razones de un lirismo tan insostenible que el lector busca algo más, algo que explique qué ha pasado, pero no lo encuentra. Supongo que el objetivo de tanta difuminación es despertar preguntas en el lector, estimularlo para que busque, para que no se contente con la literalidad de lo que tiene delante. Uno tiende a pensar que detrás de todo esto tiene que haber algo, y tiende a pensar también que si no lo encuentra es culpa suya, porque puede ser que uno sea un poco torpe. El efecto es parecido al de los espejos de los probadores, en que uno se ve feo y vestido con harapos, bajo una luz que solo favorece las prendas nuevas.
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