Una despedida sin nostalgia
Cómo escapar del obituario fácil y evidente, cómo despedir digna y cabalmente a Lauren Bacall sin acudir a los tópicos y lugares de siempre, a la voz ronca y grave de la joven actriz, a la mirada y el porte felinos, al humo del cigarro, al famoso silbido, a Bogart. Difícil, por no decir imposible. Tal vez porque pocas actrices como la Bacall han estado tan encerradas en el panteón de la mitología del cine clásico, esa misma que genera estos discursos, siempre tan parecidos, siempre tan afectados, literarios y nostálgicos, sobre el lugar que ocupa el cine en la memoria colectiva y heredada, incluso en la de aquellos que nunca vivieron ni se alimentaron de su leyenda.
La Bacall fue, en todo caso, una actriz de recorrido guadianesco. Apareció, joven, descarada y deslumbrante (ya están aquí los adjetivos de siempre), en una serie memorable de títulos de mediados de los cuarenta que preludiaban una cierta modernidad y un cierto cambio de paradigma en el prototipo de los roles de la star femenina de Hollywood. Tener y no tener, El sueño eterno, La senda tenebrosa o Cayo Largo conforman un corpus sólido que permanece ahí, prácticamente aislado, siempre a flote, como la quintaesencia de lo mejor de una era que condensó las maneras del noir, una base literaria de primera categoría, la artesanía invisible de algunos grandes autores (Hawks, Huston) y el poder icónico de unas estrellas, Bogart y Bacall, que concentraban y destilaban en su dialéctica poderosa y juguetona todo el potencial erótico perdido en las películas tras la imposición de los rigores del Código Hays y en plena era de la sospecha alentada por McCarthy.
La Bacall queda ya para siempre como aquella joven irreductible y desafiante, como esa belleza de cierto porte high society capaz de acudir a manifestaciones sin perder un ápice de su estilo y su elegancia, tan a contracorriente, o tan moderna, como se prefiera, en una época de muñecas diseñadas por estilistas, peluqueros y maquilladores a sueldo.
Lo que sigue luego son papeles contados, apariciones esporádicas en los tiempos del Technicolor, títulos (Mi desconfiada esposa, Cómo casarse con un millonario, Escrito sobre el viento) donde su madurez (acelerada, a contrapelo, aún era terriblemente joven cuando los protagonizó) y su condición de viuda de pasaron mucho más desapercibidos, como si su tiempo y su imagen no pudiera ser ya otra en la memoria que aquella en blanco y negro de la década anterior.
Convertida en personificación de una determinada elegancia femenina, más requerida o valorada por los estilistas que por el mundo del cine, a donde acudía ya en contadas ocasiones y como guest star de lujo, Bacall se reivindicó siempre a sí misma como mujer antes que como mito viviente, perseveró en sus apariciones públicas, dejando ver siempre su edad y sus arrugas, sin sucumbir al retiro dorado y momificado de muchas compañeras de promoción, recluidas en sus mansiones y rodeadas de gatos y caniches.
La vejez nos la devolvió al gran cine en dos títulos importantes, Reencarnación y Dogville. En el primero, Jonathan Glazer supo ver todo ese porte aristocrático y esa inteligente frialdad neoyorquina que corría por sus venas. En el segundo, el danés Lars Von Trier entendió su lugar en la mitología norteamericana para situarla en unos escenarios desnudos dispuestos para el drama, la tragedia y la catarsis. Dos filmes que son también, mal que les pese a los nostálgicos, parte fundamental de su legado a la Historia del cine.
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