El detective como crítico

Con 'El misterio de la mosca dorada', Impedimenta continúa publicando la encantadora y divertida serie detectivesca y de misterio de Edmund Crispin.

El escritor Edmund Crispin (1921-1978), de nombre real Robert Bruce Montgomery.
El escritor Edmund Crispin (1921-1978), de nombre real Robert Bruce Montgomery.
Manuel Gregorio González

03 de mayo 2015 - 05:00

El misterio de la mosca dorada. Edmund Crispin. Trad. José C. Vales. Impedimenta. Madrid, 2015. 336 páginas. 22,50 euros.

En la página 90 de esta novela, una novela brillante y divertida, escrita cuando su autor contaba 23 años, podemos leer una afirmación, en principio, extraña: "Aunque los buenos detectives no necesariamente son buenos críticos", dice Gervase Fen, el protagonista absoluto de El misterio de la mosca dorada, los buenos críticos "son siempre buenos detectives". Quiere decirse, pues, que para Crispin, para el personaje creado por él, el detective no es ya un razonador implacable que infiere sus hallazgos de una realidad estática y dispersa. No. El detective, como el crítico, como el artista, es un intérprete; y en consecuencia, alguien que relaciona hechos inconexos hasta erigir una versión posible y verosímil de cuanto observa. Este pequeño deslizamiento en la naturaleza del detective nos lleva, en primer término, al ámbito de la crítica. Nos llevará también al neblinoso predio del psicoanálisis. Pero nos adentra, principalmente, en el ámbito de una subjetividad -la de aquel que interpreta y enlaza hechos- que queda fuera de la férrea lógica del detective tradicional.

Digamos, en primer término, que Crispin es un autor que acude al viejo molde victoriano del crimen irresoluble y el reducido elenco de sospechosos. Digamos, de igual modo, que el "crimen de la habitación cerrada", o el crimen de connotaciones teatrales, ha sido practicado ya por Gaston Leroux, Agatha Christie y Michael Innes, entre otros muchos. Aún así, la diferencia más obvia entre Crispin y sus predecesores es, como señala José C. Vales en su acertado epílogo, la formidable erudición de la que su autor hace gala. Una gala, si se quiere, irónica, puesto que su extravagante detective es profesor de Lengua y Literatura en Oxford. No obstante, la ligereza y el humor con que Crispin introduce viejos autores del XVIII en una trama moderna, no hace sino señalar el profundo conocimiento y la habitualidad de trato del autor con la alta cultura oxoniense.

Era lógico, por tanto, que su profesor/detective igualara la labor detectivesca a la labor del crítico literario. Sin embargo, dicha igualación había empezado antes (y no me refiero a Poe, extraordinario crítico, como demuestra en sus Marginalia). Me refiero, concretamente, a Giovanni Morelli, quien a finales del XIX postuló un método de análisis y validación de obras pictóricas basado en el detalle, y en los rasgos inconscientes -vale decir, inimitables- de cada autor. Dicho método propiciará, ni más ni menos, que un procedimiento muy conocido por el lector: el método de introspección psiconalítica de Sigmund Freud. Y es ésta perspicacia del intérprete -no del razonamiento abstracto- la que parece defender Edmund Crispin en esta excelente novela. Que esto sea realmente así, y que su detective actúe más como un connoisseur decimonónico o un psicoanalista de entreguerras, es asunto diferente. Lo cierto, en cualquier caso, es que Gervase Fen atribuye a la intuición, a un vislumbre inesperado, y en suma, a una potencia exterior a la voluntad del detective, cuanto se había atribuido, tradicionalmente, a un exhaustivo dominio de las virtudes lógicas.

Y en cierto modo, así se nos presenta la resolución del caso. A los tres minutos de contemplar el crimen, Fen ya sabe quién es el asesino. A pesar de lo cual, tardará muchos capítulos en revelar al lector la identidad del asesino. Mientras tanto, mientras llega y no la resolución del enigma, Crispin, buen conocedor de las convenciones del género, se dedica a sortearlas y parodiarlas con excelente humor y un breve asomo a las vanguardias, que por aquella época, 1944, formaban parte del paisaje mental de cualquier hombre cultivado. No obstante, el indudable encanto de esta novela, planteada como un preciso mecano, quizá algo anticuado en sus formas, es el extraordinario domino del idioma que exhibe Crispin, así como su inteligente juego con los obligados mecanismos de la novela de misterio. En este sentido, hay que decir que Crispin es un maestro. Un maestro de 23 años, tan erudito como snob, que acomete su obra con una sabia y alegre, con una limpia y chauceriana desvergüenza.

stats