Palabras que mienten
El diccionario del mentiroso | Crítica
Eley Williams debuta en la novela con 'El diccionario del mentiroso', historia de un lexicógrafo que cuela mensajes a su amada en sus definiciones, un libro que publica en España Sexto Piso
La ficha
El diccionario del mentiroso. Eley Williams. Traducción de Mariano Peyrou. Sexto Piso, 2021. 274 páginas. 22 euros
Antiguamente había en las casas un objeto venerable entronizado en una zona ostensible del salón. Se llamaba enciclopedia, y solía consistir en una serie de volúmenes (por lo general entre diez y veinte) encuadernados en piel con filetes de oro, aprisionados solemnemente en la balda más alta del mueble entre el atlas y los álbumes de fotos que testimoniaban viajes obsoletos y cumpleaños en blanco y negro. Era fama que en aquellas omniscientes páginas estaba todo: antes de que internet nos engatusara con esa falsa promesa de completitud que uno cree alcanzar cuando cliquea enlaces cruzados, la enciclopedia era el único espacio donde se daban cita sin aparente violencia las ciencias y las letras, las ciudades y los desiertos, ángeles y asesinos, cenizas del pasado y promesas del porvenir. Había un caprichoso placer, el placer del extravío y la borrachera, en abrir cualquiera de los tomos al azar y dejarse caer en un príncipe persa para cambiarlo de súbito, con sólo saltar de columna, por una interjección nunca oída, el nombre un orgánulo vegetal o el último pueblo de la provincia de Soria, al que acompañaba en un margen la correspondiente fotografía de color humo. Era un consuelo saber que, a pesar de los vaivenes de la memoria y las insidias de los embusteros, allí, encima del aparador y las porcelanas, resistía incólume la verdad, el Diccionario Con Todas Las Respuestas Del Mundo.
Pero no, resulta que no. Vivimos tiempos de rebajas y ahora toca enterarse de que tampoco la lexicografía es infalible: también las enciclopedias tenían sus bajíos, sus simas, sus agujeros negros, lugares y entradas que, más que hacer luz en nuestra ignorancia, servían para espesarla todavía más. El inglés conoce el término mountweazel, pariente del alemán Nihilartikel, que significa aquella entrada de un diccionario que no corresponde a una palabra real, y cuyo único cometido es embaucar la crédula confianza del consultante en la letra impresa. La versión inglesa procede de la edición de 1975 de la New Columbia Encyclopedia, donde aparecía recogida cierta fotógrafa de nombre Lilian Virginia Mountweazel, apasionada de los cementerios franceses y los buzones de laconismo rural: era un fraude. Desde entonces, se le otorga su apellido a ese tipo de artículos de contrabando que los diccionarios incluyen entre sus filas, aun conscientes de su flagrante falsedad, con el fin de detectar futuros plagios, cosa común en su repetitivo reino de cortar, pegar y pasar a otra cosa. A pesar de lo que la mitología paterna asegurara, los diez gruesos librotes de lo alto del salón no decían siempre la verdad: había intrusos entre sus líneas.
La primera, agradable novelita de la británica Eley Williams (lugar y fecha de nacimiento sin especificar), profesora de Escritura Creativa y autora probada de cuentos y miniaturas, juega con el concepto de mountweazel y lo lleva más lejos: concretamente, hasta la pregunta de si podrían existir entradas falsas fuera de razones de estricto carácter punitivo. Imaginemos que alguien, un lexicógrafo, ese gris mamífero de biblioteca encargado de conjuntar, revisar, cepillar, colocar en su sitio los marchamos del diccionario, trata de comunicarnos algo alterando a su criterio los términos que deben aparecer en la página: que quiere, mediante ese retruécano que ha de pasar oculto a la mayoría de los lectores (de ello depende su éxito), avisarnos de un asesinato, confiarnos sus puntos de vista, transmitirnos sus emociones, hacernos llegar su aburrimiento, hacernos llegar su amor. Es esta última variante la que Williams escoge: hay un lexicógrafo enamorado, incapaz de sincerarse con la que resulta ser prometida de un compañero de redacción; brega y brega con sus propios sentimientos, sin hallar un cauce adecuado para expresarlos con nitidez; termina por convertirlos en entradas de un glosario imposible, que combina traviesa o amargamente con aquellas que formarán parte del diccionario real en que trabaja.
El gris oficinista de la novela se llama Winceworth, y la dorada enciclopedia en la que trabaja, émula del Oxford y la Britannica, el Diccionario Swansby. La mitad de la acción transcurre en un punto impreciso entre el siglo XIX y el XX, en que Winceworth y sus camaradas se dedican a la elaboración del monstruo, acaparando vocablos, registrándolos en fichas y revisando sus credenciales. Acosado por el lenguaje, maltratado por su relación continua con esas cosas aéreas y a menudo embusteras, las palabras, Winceworth no deja de repetir trabalenguas y disparatados juegos de palabras, en las que seguramente son las secciones más apreciables de la novela y las que más habrán torturado la paciencia del traductor. El conjunto se completa con una segunda línea argumental, a la que corresponden los capítulos impares, situada en el siglo XXI, y que trata de completar la anterior: aquí Mallory, becaria contratada por la editorial Swansby, tiene por misión revisar el contenido de la vieja enciclopedia en vista a su digitalización en internet. Ayudada en la tarea por su novia Pip, a la que conoció en la cola de una cafetería, tendrá ocasión de descubrir las trampas de Winceworth y la historia de amor que las subyace.
El diccionario del mentiroso logra sus mejores momentos en esos breves huecos en que reflexiona sobre la ambigüedad del lenguaje, sus meandros y emboscadas, o toma a la verborrea o el desenfreno léxico (hasta el dadaísmo) como único norte de la prosa; aparte, nos sirve una amena comedia romántica, o dos por el precio de una, que satisfará a los aficionados al género.
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