"Es difícil leer a Faulkner sin sentir el aliento de las Escrituras"
Ricardo Menéndez Salmón. Escritor
El autor explora en 'Niños en el tiempo', donde resuenan ecos de los mitos, la sima inabordable que se abre, ya para siempre, entre una pareja que ha perdido a un hijo.
-La muerte del hijo es uno de los grandes tabúes familiares y una experiencia tan traumática que a menudo conduce, como muestra su nueva novela, a la disolución de una pareja. ¿Cómo nació su interés por el tema?
-Es un tabú pero al mismo tiempo es un tema que es casi un lugar común en la historia de la literatura. En textos como la Ilíada ya aparece expresada la idea con la muerte de Héctor; es decir, es un tema tabú y al mismo tiempo insoslayable porque, nos guste o no aceptarlo, está dado en la condición humana que no siempre se respete la biología y que la fecha del tiempo aquí se invierta. Yo quería reflexionar sobre el dolor y más que sobre el dolor sobre la pérdida; ver cómo eso afecta a un núcleo muy reducido al que me interesaba mirar, el núcleo de la pareja. Y pensé que no podía acudir a una pérdida más profunda y dolorosa que la del hijo. Llevaba además un tiempo escribiendo sobre la infancia de Jesús y sentía que no era una parte autónoma. Se me ocurrió que esas dos o tres ideas que tenía en la cabeza podrían cobrar forma de novela.
-¿Por qué decide asomarse a Jesús, ese personaje tan singular y a la vez tan de todos?, ¿se inspiró en textos apócrifos u optó por el mestizaje entre la fábula y la historia que han cultivado autores que le interesan, como Sebald?
-Mientras escribía sobre la infancia de Jesús intenté no leer nada al respecto. Preferí dejar volar la imaginación y correr el riesgo de hacer algo que alguien ya hubiera tratado. Leyendo la novela se aprecia que nada más alejado de mi intención, al aproximarme a esta figura, que un interés religioso. Por lo que nos ha llegado de los Evangelios, considero a Jesús un personaje literario. Su vida, su peripecia, su aventura como reformador y persona que trae un mensaje nuevo, etcétera, etcétera, nos es contada a través de los ojos y de la voz de personas que supuestamente o bien le conocieron, o bien tuvieron noticias de él a través de terceros. Es decir, la vida de Jesús es un relato y en ese sentido tiene mucho de figura literaria o novelesca. Me llamaba la atención como lector que a este personaje que va a ser tan importante en nuestra tradición le faltaba una parte capital de la vida, que es la infancia. Y acercarme a este período me parecía muy sugestivo, un reto bellísimo de afrontar. Aún sirviéndome de ciertos elementos históricos y lugares comunes, pues aparecen los Reyes Magos y el bautizo del Jordán, todo se construye desde la imaginación literaria, fabulando a un niño humano liberado de cualquier matiz religioso.
-A la vez que fabula la vida de ese niño, también imagina la de una pareja concreta: sus padres.
-Sí, se duplica la acción de la novela. En la primera parte, La herida, venimos del aquí y del ahora, de una pareja de nuestro tiempo, absolutamente reconocible y con unas vidas nada excepcionales. Y de pronto entramos en un terreno conocido que, sin embargo, nos permite asomarnos a la parte menos conocida de ese terreno. Un ejercicio literario que incluye dotar a María y José de humanidad, de un aspecto familiar, íntimo y privado donde tengan espacio todas esas cosas comunes a las familias: las pequeñas miserias, los pequeños anhelos, las pequeñas victorias. También quise llevar ese territorio a todo lo que rodeaba al niño que luego la tradición dice que será Cristo: humanizar todo su entorno, su paisaje, el resto de personajes que aparecen, muchos de ellos inventados como su amiga Lavinia; incidir mucho en los aspectos sensuales de la historia y dibujar una historia de amor entre José y María que ha sido muy poco atendida.
-¿Tenía miedo a la recepción de esta parte de la novela?
-Le confieso, y el propio narrador se lo confiesa a Jesús en los sueños de la novela, que impone un cierto respeto escribir sobre un personaje así. Tenía muy claro que el acercamiento iba a ser absolutamente delicado. Me parece muy sencillo hacer burla o mofa de determinados personajes, mancharlos. Es muy fácil caer en lo grotesco y yo quería hacer una historia que realmente intentara conmover al lector. Al mismo tiempo, era consciente de que me acercaba a un personaje cargado de simbolismo para tanta gente y me producía un cierto respeto ver la página en blanco sobre la que iba a fabular. Un respeto que al mismo tiempo está superado y vencido en el propio ejercicio de la escritura. Porque fue el escribir esa novela dentro de la novela, La cicatriz, lo que me convenció de que acercarme a un personaje de esa magnitud era tan legítimo como aproximarme a cualquier personaje inventado o real, como me ocurrió, por ejemplo, cuando escribí sobre Rothko. Y como escritor he disfrutado aquí como pocas veces en mi vida de creador. Los dos sueños que aparecen en la novela, cuando Antares [el escritor que pierde a su hijo] habla con Jesús, son precisamente los pasajes en los que está reflexionando sobre el arte de la novela y Jesús se convierte en un interlocutor de privilegio para que el autor hable del proceso de creación, de sus temores y de sus triunfos, si es que existen.
-La huella de las Sagradas Escrituras -pienso en el Cantar de los Cantares en el caso de la poesía- ha sido perdurable en la literatura contemporánea. ¿Es también ése su caso?
-Yo soy un lector de las Escrituras como entiendo no puede ser de otro modo. Llego a olvidar que son textos religiosos al igual que cuando leo a Homero lo que menos me importa es que se trate de poesía épica, es otra cosa lo que me está conmoviendo. Es muy distinto además el tono literario del Nuevo Testamento respecto del Antiguo. Los libros proféticos, por ejemplo, son impresionantes, es muy difícil no sentirte seducido por ellos. Quien quiera que los haya escrito o transmitido era un gran narrador. El Nuevo Testamento es otra cosa. Como lector disfruto mucho más con la asombrosa fuerza literaria del Antiguo Testamento, que ha pasado a autores que admiro, como es el caso de Faulkner, mi escritor predilecto. Es difícil leerle sin sentir que en sus novelas está presente ese aliento bíblico de las Escrituras.
-El tríptico que conforma Niños en el tiempo avanza, desde la oscuridad más absoluta, a un tono luminoso y esperanzador infrecuente en su literatura. A ello contribuye en gran medida el viaje a Creta que realiza la protagonista de la tercera parte, La piel.
-Sí, incluso eso sucede, el tránsito del paisaje. En cierta medida Niños en el tiempo, que arranca de un punto de partida terrible y durísimo, acaba por ser un libro reconciliador, optimista y, si me permite la expresión, feliz. Y esa es la impresión que estoy recibiendo de los lectores. Mis libros anteriores han sido de alguna manera perturbadores, con una mirada un tanto fría o clínica. Mientras que esta nueva novela ha logrado salvar ciertos prejuicios en el lector, o acaso en mí como narrador, y está llegando a otros lugares, directamente a la emoción de muchos lectores, lo que supongo que tiene que ver también con ese final conciliador.
-¿Estamos ante el inicio de una nueva etapa en su literatura?
-Es difícil avanzarlo. Cuando acabé eso que se llamó la Trilogía del mal -La ofensa (2007), Derrumbe (2008) y El corrector (2009)- y entregué La luz es más antigua que el amor pensé que no me iba a acercar a temas tan oscuros y de pronto surgió Medusa, una historia que me atrapó pese a que estaba metido en otras cosas y que es un libro muy duro, muy crudo. Ahora he escrito este libro más luminoso pero no sé si le sucederán otros así. Hay algo misterioso para el propio creador: el escritor (no sé si le sucede a otro tipo de artistas) vive casi siempre en una ceguera bastante profunda y los libros, al menos en mi caso, nunca los tengo en la cabeza. Van siempre creciendo a medida que uno los va escribiendo. En aquella frase de Marguerite Duras, "Escribir es tratar de saber lo que uno escribiría si uno escribiera", hay un punto de verdad, es más que un retruécano.
-En todo caso, su última novela mantiene esa fuerza estilística que le caracteriza, y por la que se le ha asociado a autores a los que admira, como Pierre Michon.
-Creo que esa devoción por el lenguaje es la marca de la casa. Y no es que me lo imponga, pero confieso que para mí no hay ninguna impostura en el hecho de escribir como escribo, es algo natural, es mi voz. No podría escribir de otra manera. No podría utilizar una literatura que renunciara a esa vocación y a esa devoción por un lenguaje profundo, resonante y hermoso a su manera, aunque sea para hablar de cosas terribles.
-¿Cómo es su rutina de trabajo?
-No tengo rutina. Soy lo más opuesto a un escritor funcionario. No escribo de nueve a doce, leo de doce a tres y por la tarde paseo. Soy muy impulsivo a la hora de escribir, muy anárquico, pero me siento escritor las 24 horas del día y los 365 días del año. Porque muchas veces, cuando uno es más escritor, es precisamente cuando no está escribiendo; cuando está pensando en su libro, recibiendo estímulos, viajando, cuando está haciendo cosas aparentemente alejadas de la literatura. Todo eso acaba revirtiendo en tu trabajo. Pero no tengo ningún hábito de escritura, ninguna superstición y no mantengo ningún horario. Puedo estar un mes sin escribir una palabra.
-Esa anarquía contrasta con su fuerte ritmo de producción.
-Estoy escribiendo dos libros cada tres años, lo que no está mal. Sobre todo teniendo en cuenta la otra rutina que rodea a la literatura y que sí me obliga a otra disciplina de escritura: la crítica, los artículos y colaboraciones para periódicos y revistas... Pero la ficción va por otro lado y aparece cuando quiere. De lo que sí me doy cuenta con el paso del tiempo es que yo tardo bastante en escribir los libros en mi cabeza pero luego muy poco en trasladarlos al papel. Pienso mucho los libros, medito mucho la arquitectura que van a tener, pero después el hecho de la escritura es relativamente rápido.
-¿Encuentra cómplices generacionales en su carrera literaria?
-Siempre he pensado que las generaciones responden a criterios biográficos. A los nativos entre los 60 y 70 les pertenece la generación que será el recambio de la que hoy ocupa el canon de la literatura española, como ellos a su vez fueron el recambio de los anteriores. Pero buscar elementos comunes en ese grupo de edad es complejo. Yo en mi caso no los veo, pero incluso entre autores que se han asociado bajo un mismo paraguas encuentro poéticas y miradas muy distintas. Claro que hay escritores que me interesan de mi generación, y me atrevería a citar tres. A Eloy Tizón, seis o siete años mayor que yo, le admiro muchísimo; es para mí un referente no sólo estético sino también ético por el modo que ha tenido de acercarse a la literatura. Y ya más próximos a mí por edad, me gustan mucho dos escritores de primera línea y muy serios en su propuesta, dos autores irrenunciables en buena medida: Marta Sanz e Isaac Rosa. Tienen un mundo muy personal, muy marcado, muy distinto al mío en los dos casos pero a los cuales leo con muchísima atención. Y si pienso en mis mayores para mí ha habido dos nombres muy importantes: Rafael Chirbes por un lado, con su gran literatura realista en el mejor sentido de la palabra -nadie como él está leyendo lo que está sucediendo en España- y Enrique Vila-Matas, un autor tremendamente singular en nuestro país, que ha abierto muchas direcciones y ha escrito libros muy importantes, como El mal de Montano y Doctor Pasavento, donde la propia literatura es protagonista de lo que se escribe.
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