Otra forma de compromiso

De elegancia un poco relamida, el autor vive como un burgués, pero trabaja como un obrero

Ignacio F. Garmendia / Sevilla

03 de noviembre 2010 - 07:28

Tal vez resulten más fotogénicos los escritores de apariencia desaliñada, los naturalmente desgalichados como Roberto Bolaño, acaso el más grande de la generación post-boom, o los abiertamente estrafalarios como García Márquez, por citar a dos gigantes del subcontinente hermano. Suelen caer mejor los que alternan y trasnochan, los que abominan de las vacas sagradas, arremeten contra el capital o hablan de las putas tristes con idéntico desparpajo, a veces ingenioso, a veces irritante. De elegancia convencional y un punto relamida, don Mario parece más bien un ministro, como Borges parecía el probo funcionario municipal –que de hecho fue durante bastante tiempo– de una modesta biblioteca de distrito.

Pero Vargas Llosa ha sido siempre un galeote de la pluma. Se ha hecho célebre la anécdota que cuenta Barral en sus memorias, cuando el novelista peruano, alojado por unos días en su casa de Calafell, dejó plantado al editor –que se las prometía felices para una charla alcohólica de sobremesa– y se encerró en un cuarto a trabajar, mientras el perplejo huésped vaciaba los vasos con el sonido de las teclas de fondo. El mismo Barral dejó dicho que era el único escritor conocido que vivía como un burgués y trabajaba como un obrero. Otros autores o artistas se dicen muy identificados con los problemas de la clase trabajadora, pero luego, para decirlo vulgarmente, no la doblan demasiado o lo hacen lo justo. Lo de Vargas, por el contrario, es la peonada perpetua.

No es previsible, por esta razón, que le ocurra como al anterior Nobel de la lengua castellana, quien una vez logrado el objetivo confeso de su vida se dedicó, más que a escribir buenos libros, a medrar para obtener los premios que le faltaban, en una carrera enloquecida cuyos estertores vuelven a estar de actualidad. El que resiste, gana, afirmó famosamente, pero las victorias de un escritor –como demuestra el caso del propio Borges– no se miden por los premios que obtiene. Casi mediados los 70 y en el luminoso otoño de su trayectoria, Vargas Llosa acaba de publicar otra excelente novela que incide en una tragedia histórica insuficientemente recordada. La mejor forma de celebrarlo sería no un nuevo premio, sino que los belgas derribaran todas las estatuas de aquel “despreciable genocida” y repudiaran de una vez y para siempre su legado, en lugar de mirar discretamente a otro lado cuando se les menciona el asunto.

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