La herida transparente
'Niños en el tiempo'. Ricardo Menéndez Salmón. Seix Barral. 224 páginas. 17,50 euros.
La novela de Menéndez Salmón aborda un tema poco frecuente en la literatura. Dicho tema es la muerte del hijo y la sima inabordable que esa muerte abre, ya para siempre, en la vida de sus progenitores. Como recuerda Menéndez Salmón, ni siquiera existe un nombre específico para tal desgracia. Existe la orfandad, pero no existe un término, un vocablo, para la orfandad inversa de quien se ve privado de su hijo. Luis Rosales, en un poema estremecedor, acude a esta figura paradójica para dar nombre a lo que no lo tiene: "Madre, que yo he de hacer en tanto viva, / que no te quedes huérfana de hijo, / que no te quedes sola allá en tu cielo, / que no te falte yo como me faltas". Por otra parte, el Mortal y rosa de Francisco Umbral es quizá uno de los libros más hermosos, de una hermosura luminosa y trágica, que alguien ha dedicado a la muerte -a la vida tierna y minúscula- de un niño.
Niños en el tiempo es, en cierto modo, la historia de varias muertes. La muerte inicial, inexplicada, del hijo, y la dilatada agonía de quienes le sobreviven. Entre medias se inserta una novela breve (el padre del niño es escritor), donde el protagonista imagina la infancia de Jesús en Galilea. Es fácil suponer que tal relato es un modo de acercarse al hijo muerto. Reconstruyendo la infancia de Jesús, regalándole una infancia al pequeño dios, es su hijo -el recuerdo de su hijo- quien revive. En cualquier caso, no se trata de un proceso de idealización del niño muerto. El Jesús de La cicatriz (así se llama la novela inserta en la obra) es un niño anodino; vale decir, tan mágico y vulgar como cualquier otro. Y tampoco se trata de la intención parabólica que mueve a Coetzee en La infancia de Jesús. El Jesús de Niños en el tiempo responde, probablemente, a una forma de adanismo, cuyo sentido último quizá sea recuperar una mirada párvula y originaria, una mirada infantil, sobre la superficie del mundo. No debemos olvidar que Menéndez Salmón, sobre su voluntad de estilo, es un escritor cultivado, que no ignora la tradición y el mito. En este sentido debe entenderse la tercera parte del libro, donde una muchacha embarazada viaja a Creta, quizá para encontrar la tranquilidad perdida. Dicha tranquilidad se la otorgará, no el ocio apresurado del turismo, sino la milenaria desnudez de aquellas piedras. En Creta, la muchacha hallará cierta idea de pureza, de esplendor, de incesante renovación, vinculada a la paganidad helena. Se cierra así un ciclo muerte-vida que comenzó con la muerte de un niño, continuó en la infancia de Jesús, y termina con la promesa de un nasciturus bajo el sol de la Hélade. Es decir, se dirige, desde una fúnebre actualidad, a la infancia del mundo en su doble raíz, clásica y judeocristiana. ¿Es esta la lectura correcta de Niños en el tiempo? Probablemente, no. En cualquier caso, es una lectura que se ciñe a un concepto de la infancia (infancia del hombre y amanecer del mundo), relacionado íntimamente con lo paradisíaco y con la visión primera, indeleble, sobrecogida, que el ser humano ha dirigido al cosmos.
Este sentido virginal de la infancia, en el doble aspecto que hemos dicho, es el que propicia una interpretación optimista, esperanzada, de Niños en el tiempo. Gracias a la muerte del hijo, o a su nacimiento próximo, los protagonistas recuperan, de algún modo, una vicaria forma de pureza. Y lo hacen regresando a la infancia del mundo, a Palestina y Grecia. Cabe, sin embargo, una lectura adversa. Este regreso al origen, ese viaje iniciático y lustral, es también una trágica fantasmagoría. Un hombre sin su hijo no es más que un trémulo fantasma que vive y muere, que sufre y se agota abrazado a su memoria. No así la joven que renace en Creta. Tarde o temprano, el Jesús niño de Menéndez Salmón, un Jesús asombrado por la voracidad y el vértigo de la vida, dejará a su madre "huérfana de hijo".
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