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Las horas de los otros

'Las horas bellas', de Alberto Ruiz de Samaniego, es un libro sobre cine que ilumina porque deja entrever la pasión intelectual que le dio forma.

Imagen de 'La Jetée' (1962), de Chris Marker, al que el autor dedica un artículo especialmente sugerente.
Alfonso Crespo

07 de junio 2015 - 05:00

La horas bellas. Escritos sobre cine. Alberto Ruiz de Samaniego. Abada Editores, 2015, 372 págs. 21 euros.

Se necesita ser algo más (o algo menos) que un cinéfilo para escribir un libro como Las horas bellas, tan alejado del canon de los libros de cine que se estilan por aquí. En el fondo una buena mano y una buena cabeza (¿no eran esas las verdaderas armas del cineasta?) que encuentren las palabras exactas para nombrar lo que inevitablemente se escurre en la creación y contemplación de las imágenes y los sonidos. Alberto Ruiz de Samaniego posee el fondo -la familiaridad con Benjamin, Blanchot (al que en 2001 ya dedicó un libro), Baudelaire, Nietzsche, Foucault..., entre otros agitadores de conceptos- y la atenta pluma para hacerlo posible, y sus escritos -artículos largos, densos, generosos, que se desarrollan como en espiral, provocando que las ideas penetren mientras se afilan a base de una determinada reincidencia lírica- iluminan tanto porque dejan entrever la pasión intelectual que les dio forma; algo raro, como decimos, entre los nuestros.

Y este logro no sería tan llamativo si no se tratase en Las horas bellas del exceso que rodea al cine, antes de su conformación o institucionalización (la pirotecnia visual de los pioneros de la animación o el espíritu mefistofélico que alentó el universo policéntrico y fantasmático de Méliès, es decir, noticias de cuando el cinematógrafo parecía más un campo de pruebas óptico que un vehículo perfeccionado para la representación de una lógica narrativa espacio-temporal) y después del resquebrajamiento del modelo clásico, cuando, en la terminología deleuziana, las películas se vieron asaltadas por las sensaciones puras que se seguían de la parálisis de la acción y el advenimiento de un tiempo espeso que dejaba de depender del movimiento y de la idea de totalidad. Un escribir del antes y el después del cine que obliga siempre al funambulismo estilístico, a medir las palabras, a perseguir y variar las expresiones, a decantar las perífrasis para, desde diversas perspectivas, dar a entender y sentir aquello que en el cine es experiencia y no relato.

Así, de nuevo, y como en otras ocasiones, se pergeña aquí de manera implícita una historia del cine bien distinta de la hegemónica, una cartografía física y mental que relaciona variadas manifestaciones de lo irreducible al signo, a la comunicación; un aire de familia que vincula a propios y extraños: Méliès, Griffith o Cohl -un trazo mítico atrapado en un mundo adulto y reglado-, Saul Bass -el diseño como entramado que antecede a esa primera mirada con la que cada película inaugura un mundo-, Antonioni y Cézanne -el proceso de pintar o filmar como camino de desvanecimiento y desubjetivación-, Pasolini -el apunte fílmico como tierra de nadie, como estadio previo al discurso que refleja el instinto de todo decir- Svankmajer -la ley enfrentada a una escritura cabalística, lúdica, que emborrona la línea, juega y rompe las palabras en caligramas- o Tarkovski y Tarr -variaciones desde la ruina: arabescos de la espera cuando el sentido deja de estar dado y el sujeto se encuentra en parecido peligro de extinción-.

Esta tan rara facilidad para escribir del (y desde el) vértigo produce páginas memorables sobre autores complicados, justo aquellos que ponen en entredicho las verdades inmutables del séptimo arte. Son páginas éstas sobre "paseos espectrales" de una "cámara nómada", sobre imágenes que nos devuelven la mirada y que detienen el flujo del cine, también de voces que batallan contra visibilidades que se encaminan al vacío o a lo abstracto. Concretamos: cuando el autor, por ejemplo, escribe sobre L'Ordre (1973) de Jean-Daniel Pollet, de ese filme escalofriante que tiene al cine replegándose sobre sí mismo y tendiendo la mano, dando voz e imagen a los leprosos orillados en la isla Spinalonga por los discursos del saber y el poder. También en el breve y emocionante capítulo dedicado a Marguerite Duras y su Il dialogo di Roma (1983), donde se atiende al especial afuera desde el que en su cine llega la voz: fuera de campo, pero también "de cuerpo" y "de gesto", que no enuncia sino que nos habla desde la muerte y la ausencia. Igualmente cuando el autor, de mirar tan arqueológicamente, descubre a Muybridge y Marey en los cuerpos agitados del cine de Léos Carax.

En este sentido, para finalizar y en mención aparte, destaca un artículo que actúa como rompeolas del libro y como una especie de fuente inspiradora; nos referimos al dedicado a Chris Marker (Chris Marker: la mirada de Orfeo), otro cine de "voces felinas" y trazos visuales resucitados. Cerca de Benjamin o Warburg, Samaniego persigue el lábil estatuto de la imagen del cine, entre la vida y la historia, su condición de reflejo a veces intratable y su naturaleza de resto paupérrimo ("justo una imagen" en el vocabulario godardiano) pero abierto a la supervivencia, al remontaje, al retorno, a la resurrección potencialmente salvífica.

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