El 'indie' era esto

Contra publica un referencial ensayo sobre el revulsivo rock 'underground' estadounidense de los años 80

Ian MacKaye, durante un concierto de Minor Threat en 1982.
Ian MacKaye, durante un concierto de Minor Threat en 1982.
Francisco Camero

12 de enero 2014 - 05:00

Nuestro grupo podría salvar tu vida. Escenas del indie underground norteamericano 1981-1991. Michael Azerrad. Trad. Xevi Solé. Editorial Contra. Barcelona, 2013, 560 páginas. 24,90 euros.

Por más que parezca evidente, hay que recordarlo: antes de que el término indie experimentase un espectacular y empobrecedor deslizamiento semántico, antes de que cambiara su significado real y genuino para pasar a designar -para el gran público de hoy al menos- esa nebulosa estilística (con jerseys a juego) consagrada a la redundante y tediosa reescritura de una fórmula anclada en la vertiente más solipsista y banal del pop adolescente de flechazos y rencores de toda la vida, antes de todo eso el indie fue un enorme grito colectivo verdaderamente independientemente, es más, primero inevitable y pronto militantemente underground, una comunidad de "gente emprendedora", responsables de fanzines, emisoras de radio universitarias, pequeñas tiendas de discos, distribuidoras y sellos posibilistas, grupos que se dejaban la salud y el dinero en furgonetas inmundas recorriendo el país para ir a tocar en locales mayormente penosos donde al principio, la mayoría de las veces, había diez personas y con suerte no se mostraban hostiles; gente -escribe Michael Azerrad en este ensayo recién editado por primera vez en español- que "había pasado inadvertida para las grandes compañías discográficas, y que había construido una eficaz red clandestina (...), una auténtica vía cultural underground".

El libro nos llega con una reputación de obra de culto, indispensable para los aficionados a esa clase de rock físico y bilioso, de talante librepensador y enraizado en la agresividad urgente del punk, pero centrifugado con mucha más ferocidad y velocidad que los grupos pioneros de ese sonido, y casi siempre con un cantante con las venas del cuello a punto de reventar, aullando como un "subastador beligerante", como apunta con gracia Azerrad sobre Henry Rollins en su etapa con Black Flag. Una banda que se encuentra entre las principales responsables de que el hardcore, esa nueva y radical música, "alucinante por la economía de su agresión" y de vehemente vocación antihistórica, renegociada en un proceso de ida y vuelta entre los polos fundamentales -y tan distintos- de Los Ángeles y Washington, se convirtiera en los primeros 80 en refugio y bandera de tantos jóvenes aburridos de su propia vida en aquella sociedad reaccionaria de la era Reagan, e igualmente aburridos de los espantosamente decadentes dioses sinfónico-wagnerianos del rock y los estadios de la década anterior.

Se comprende el entusiasmo que desde su publicación hace más de una década en Estados Unidos ha suscitado este ensayo, no sólo por las implicaciones sentimentales y generacionales de una música con un componente de afirmación identitaria especialmente grabado a fuego en su ADN; también porque el libro, además de ser una apasionada invitación a descubrir o volver a una serie de grupos fantásticos -"legendarios aunque mucha gente no sepa por qué", dice Azerrad-, admite también una lectura en clave de hermosa y dulce derrota, o de victoria moral pírrica si se prefiere, lo cual no deja de ser emocionante. Hay sin embargo, y lamentamos mucho señalarlo porque el estimulante y vivo catálogo de Contra se ha distinguido siempre por todo lo contrario, un elemento que rebaja la seducción del libro, y es que la traducción, desmañada y con abundancia de erratas, empaña la experiencia de sumergirse en las excitantes aventuras de las que da cuenta.

El ensayo arranca con los -en estas coordenadas- absolutamente insoslayables Black Flag, banda a la que pronto se sumaría Minor Threat en esa primera etapa de hegemonía hardcore, y va recorriendo todo el arco -cronológico y también estilístico, porque con el tiempo se fue abriendo a otros matices sonoros hasta alcanzar una gran heterogeneidad-, desde la aparición de esas primeras semillas, pasando por una etapa intermedia en la que los grupos se vieron empujados a "luchar contra las contradicciones que su propio éxito creaba" -los casos de Hüsker Dü y Dinosaur Jr. son en este sentido particularmente significativos-, hasta el clímax apoteósico, verdadero momento-bisagra, de 1991, el año en que Nirvana penetró a lo grande en el mainstream para ponerlo patas arriba; no casualmente con un disco, el celebérrimo Nevermind, claro, que compendiaba la mayoría de los rasgos, y desde luego todo el nervio, de la música que hasta ese momento "la industria había estado en gran parte ignorando durante los diez años anteriores".

"Las conversaciones cambiaron después de 1991", dice Ian MacKaye, figura crucial del underground por sus creaciones propias -Minor Threat primero, más tarde Fugazi, estas dos bandas glosadas -¡cómo no!- en el libro; y más recientemente The Evens- y por su papel de ascético líder espiritual -por momentos rozando el puritanismo- al frente del sello Dischord y de la escena hardcore washingtoniana. "Antes se compartían ideas y hablaba de música. Después de aquello, la gente hablaba de dinero y de contratos", añade sobre ese momento paradójico -no del todo, quizá- en el que aquellas magnéticas energías alcanzaron su cénit en cuanto a repercusión fuera de los círculos de iniciados, para empezar simultáneamente a desnaturalizarse.

Aparte de las bandas citadas ya, Azerrad cuenta la historia de los encantadores versos sueltos que fueron The Minutemen; de Mission of Burma, maestros joyeros del post-punk, a la vez cerebral y visceral; de los clasicotes, insolentes y beautiful losers The Replacements; por supuesto de Sonic Youth, factótums de la cosa indie desde sus mismos inicios; de los enormes y desafiantes Big Black de Steve Albini (luego productor fetiche de tantos y tantos grupos hasta estos mismos días); de Mudhoney, a quienes les tocó, visto retrospectivamente, el desagradecido papel de allanar el terreno para el estallido grunge en Seattle; y de los arrebatadores Beat Happening, quienes en un momento en el que empezaba a haber demasiados dogmas en el underground, llegaron para recordar, con su punk esquinado y socarrón, entendido como amateurismo galopante, que el rock -el honesto, el que se hace porque sale de dentro, por auténtica necesidad de expresión personal, y de esto está colmado el libro- nunca tuvo nada que ver, pero nada, ni con los guardianes de la ortodoxia ni con la autocomplacencia.

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