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Carlos Colón
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El imperio veneciano | Crítica
El imperio veneciano. Un viaje por mar. Jan Morris. Traducción de Blanca Gago. Gallo Nero. 272 páginas. 23,50 euros
Viajar, evocar a lo largo de cabos, islarios, puertos y confines marítimos lo que antaño formó parte, entre los siglos XII y XVIII, de la República de Venecia, aquel fabuloso imperio mercantil, obrado por la Serenísima, dueña del mar y del comercio para gloria del león de San Marcos. Tal ha sido el cometido de la escritora e historiadora Jan Morris (1926-2020), autora versada en viajes, cuando viajar –corrían otros tiempos– era otra forma de la lentitud que revertía en autoconocimiento para el viajero de antaño.
El veneciano nunca fue un imperio al uso. Nunca buscó la guerrería sin más, como otros imperios mucho más belicosos. Su expansión se debió a su ideal comercial, estableciendo rutas marítimas que servían de hilo fiduciario entre el oriente y el occidente. Las manufacturas obtenidas en el Levante llegaban al occidente latino, lo que llevó a la Serenísima a forjar un poder cincelado por el rédito y la conveniencia. Dice Morris que sus patrones de gobierno oscilaban entre la eficiencia impersonal y la corrupción incorregible de sus súbditos, ya fueran dálmatas o griegos. El papa Pío XII dijo que el veneciano era esclavo de las "sórdidas ocupaciones del comercio".
La magnificencia de Venecia (bellísima simbiosis del arte bizantino latinizado) no debe llevar al equívoco. Los venecianos nunca fueron grandes constructores, como sí lo fueron los romanos. Su imperio, como queda dicho, obedeció al lucro y a la transacción, aunque a menudo, con la irrupción del Turco otomano, reflejase el halo de la cristiandad por los confines del Levante, desde la propia laguna hasta el Adriático, el Egeo, el Mediterráneo oriental (de Chipre a Beirut y a Egipto) y, allende los Dardanelos y el Mármara, hasta la propia Constantinopla (luego Estambul).
Morris recorre en su periplo las posesiones que formaron parte de la Serenísima. Hasta su extinción en 1797 (Napoleón aseguró que sería "el Atila del estado veneciano"), Venecia tuvo en los sultanes otomanos a su enemigo más temido (sin olvido de Génova, la otra gran república hostil). Durante siglos la historia del Mediterráneo oriental no se entiende sin la porfía que libraron turcos islámicos y cristianos de la laguna (el libro El castillo blanco del Nobel turco Orhan Pamuk es un estupendo apunte literario de aquella fricción entre el otomano y el latino veneciano).
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