Los himnos de la soledad
Perro negro | Crítica
Miguel Ángel Oeste brinda en ‘Perro negro’ (Tusquets) una aproximación a los laberintos de la creación artística de la mano del músico Nick Drake, convertido aquí en arquetipo trágico para la postmodernidad
"Mostrar nuestra fragilidad nos fortalece, pero no nos atrevemos"
La Ficha
Perro negro. Miguel Ángel Oeste. Tusquets. Barcelona, 2024. 296 páginas. 19,50 euros.
La nueva novela de Miguel Ángel Oeste (Málaga, 1973), Perro negro, recientemente publicada por Tusquets, es fruto de la reescritura de una novela anterior del mismo autor, Far Leys, aparecida originalmente en 2014. Aquella primera obra, ya bellísima, rendía homenaje al legendario músico británico Nick Drake (1948-1973) como depositario de un talento de primer orden contenido en un frasco de fragilidad extrema, tributo que conserva su razón de ser en Perro negro aunque con alcances y hechuras bien distintas. La posibilidad de alumbrar una novela a partir de otra anterior del mismo autor y en torno al mismo tema resulta siempre excitante y, a la vez, sospechosa; pero convendría reparar, antes de emitir un juicio al respecto, en si el oficio del novelista no consiste precisamente en esto, es decir, en presentar una y otra vez a los lectores la misma novela, más o menos desplazada del envite anterior, con disfraces de matices divergentes pero, en cualquier caso, la misma. Lo que sí podemos afirmar es que Perro negro es seguramente el vástago más acertado que podía legarnos Far Leys, siendo, al mismo tiempo, una novela diferente en muchos sentidos. No ya por la madurez narrativa que despliega aquí Oeste, crecida en la contención y la distancia frente a aquella primera tentativa descarnada; sino, más aún, por la medida en que Perro negro responde con mucha mayor eficacia a los procedimientos fijados por la postmodernidad, especialmente en la última década (que podamos seguir hablando de postmodernidad a estas alturas es cuestión digna de otro debate), para el reconocimiento de los mártires en la cultura popular. La lectura en paralelo de Far Leys y Perro negro en el presente nos permite advertir cuánto han cambiado estos procedimientos en tan corto plazo, pero, más aún, demuestra la enorme sensibilidad de un autor en estado gracia, capaz de hacer resonar su obsesión particular con la mayor dignidad en atención al signo de los tiempos: “Pensaba que la reescritura del libro me resultaría sencilla. Me equivoqué. Cuando escribí aquel libro no es que yo fuera otro, es que no pensaba en nadie, solo en Nick, y además sabía que nadie me esperaba fuera”, explica el propio Oeste en su epílogo a Perro negro. Ese compromiso con la propia escritura se vierte, sin remedio, en un compromiso con el mundo. Lo que, mediada toda la postmodernidad que se quiera, resulta ya rematadamente extraño.
Perro negro actualiza a ojos del lector la figura de Nick Drake como mito pop a través de la memoria ajena, en una acertada estrategia narrativa de complicidad siempre álgida con el lector. La protagonista real de la historia es Janet Stone, un personaje de construcción delicada en sus límites y contrastes, amiga del músico marcada a fuego por su temprana pérdida que revive el fragor de la tragedia cuando, treinta años después de la muerte de Drake, una producción cinematográfica consagrada al músico requiere su testimonio. La novela de Miguel Ángel Oeste tiene así mucho que ver con la distancia, con la pervivencia del dolor en el tiempo y su mutación en emociones imprevisibles. El testimonio se diluye en distintas voces, en un escaparate humano veraz y bien equilibrado, donde destaca el empeño de Stone en acercarse a un pasado cuya rabia funesta se conserva intacta: “Había intentado irme con él, pero no me atreví. Lo pensé. Lo pensé hasta extenuarme: eso fue lo más cerca que estuve del suicidio”. Y es que Perro negro es una novela sobre la muerte, sobre el modo en que muerte y vida, lejos de actuar como elementos antitéticos, se entrelazan en el caos ordenado de la existencia. Oeste escribe sobre la cuestión sottovoce, sin alardes ni exhibicionismos sino bajo la convicción, según la mejor tradición anglosajona, de que la muerte requiere una sabia templanza de estilo para ser nombrada. Es aquí, especialmente, donde la lectura de Perro negro se resuelve en un gozo conmovedor.
Pero también ha escrito Miguel Ángel Oeste una novela sobre la condición humana como espectro débil. Nick Drake se mueve en el filo de un precipicio y arrastra con él a todos los que se le arriman. En este abismo, sin embargo, la creación artística se alza como un muro de contención contra lo inevitable, como una reacción que, como quería Deleuze, más que emitir un mensaje aspira a aplazar el desenlace trágico un poco más. Encontramos aquí el que tal vez sea el vínculo más notable de Perro negro con la anterior novela de Oeste, Vengo de ese miedo: el reconocimiento de la obra de arte como refugio ante un mundo inhóspito y cruel en extremo. Por mucho que la memoria ya recuerde cómo aconteció la tragedia, la música que amamos nos permite seguir vivos un tanto más allá. El fin de la historia sólo se puede jugar a título personal, en soledad, pero también este trance merece su himno. Sólo este misterio explica por qué Perro negro comparte con las mejores canciones el poder sanador contra la devastación del tiempo.
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