En verso el mediodía

Las últimas entregas de Fernando Ortiz, el poeta que celebró y encarnó la estirpe de Bécquer, se añaden a una obra completa que lo señala como a uno de los grandes de su generación

Fernando Ortiz (Sevilla, 1947-2014), en una fotografía reciente.
Fernando Ortiz (Sevilla, 1947-2014), en una fotografía reciente.
Ignacio F. Garmendia

02 de febrero 2014 - 05:00

Desde el irónico título de su primera entrega, Fernando Ortiz se estaba siempre despidiendo de la poesía, pero lo cierto es que no dejó de escribir versos y que el último tramo de su itinerario, especialmente fecundo en las postrimerías, brilla a la misma altura que el resto de su obra. Entre la primera y la segunda recopilación de su poesía completa, titulada como el poema homónimo de Vieja amiga, Fernando Ortiz publicó dos nuevas entregas -Moneditas (1996) y Posdata (1999)- que se ofrecían como añadidos a una colección que daba ya por cerrada. No lo estaba, sin embargo, pues de hecho siguió creciendo, como demuestran los títulos posteriores en los que reunió decenas de poemas nuevos: Miradas al último espejo (2011), Después del siglo XX (2012) y Plática (2012). En estos libros postreros recogió el autor sevillano poemas avanzados en su blog de Apuntes y reflexiones, iniciado en 2009, que deberán incluir las futuras ediciones de Vieja amiga y dan fe de su trayectoria última.

"Para mí la poesía es un hecho del habla", dijo Fernando Ortiz en la presentación de Plática, pero ese componente coloquial que caracterizó su poesía no era incompatible -antes al contrario, provenía de una familiaridad íntima- con la tradición que no se cansó de homenajear, al tiempo que trazaba un crudo y minucioso autorretrato del que no eludía los perfiles menos favorecedores, expuestos con inusual franqueza. Si sus poemas primeros parecen escritos por un hombre de larga experiencia, bastantes de los últimos tienen la levedad que asociamos a la juventud. Él mismo, que debió de ser un muchacho muy serio, se convirtió en un adulto burlón e invariablemente lúcido que sobrellevaba con humor sus limitaciones físicas. Había conocido el infierno de cerca y tenía por ello la grandeza de los supervivientes, pero su regreso a la vida no lo convirtió en un adusto moralista, pues no ignoraba que la ironía es más eficaz -y por supuesto más elegante- que la burda soflama. Conocía sus límites y adoptó por ello una actitud de humildad, muy alejada de la vanagloria.

El tono predominante de la poesía de Fernando Ortiz, también en los poemas de sus últimas entregas, resulta de la naturalidad en el manejo del idioma -que le lleva a preferir siempre las palabras sencillas- unida a un profundo conocimiento de los clásicos -"Si mi palabra vale viene de ellos"-, que no son para el poeta referentes prestigiosos sino estrictos contemporáneos. Muestra su infalible destreza en el uso de las formas métricas más sofisticadas, como la sextina, pero jamás lo hace recurriendo a un léxico rebuscado. Decía Fernando Ortiz que su poesía, a falta de mayores méritos, era reconocible, y sólo se equivocaba al señalar la falta. En efecto, tanto en los poemas de trasfondo culturalista como en los claramente confesionales, los versos del autor tienen algo que los hace personales, el humor, la nota disonante, la ausencia de artificio, una exhalación de vida que se impone a las convenciones o el rigor de los metros. Sorprende por otro lado, o quizá no tanto, el modo en que un poeta con semejante bagaje teórico sabía condescender al arte menor, en el que fue un consumado maestro.

Su último libro, Plática, se abre con dos poemas reveladores, uno en el que evoca a fray Luis de León como ejemplo de independencia -ese ir por libre que tal vez aleja de los circuitos mayoritarios, pero garantiza una posteridad honorable- y otro dedicado a la figura tutelar de Manuel Machado, que le enseñó "cómo poner en verso el mediodía". La estirpe de Fernando Ortiz es la de sus paisanos Bécquer y Cernuda, pero en ese linaje el nombre de este otro sevillano, tempranamente reivindicado por el poeta, tiene una importancia fundamental sin la que no se explica buena parte de su obra, en la que el registro elegiaco -recurrente en quien gustaba de recordar, con el otro Machado, que se canta lo que se pierde- convive con la gracia y la ligereza del mayor de los hermanos. A Fernando Ortiz le debemos una valoración no reductora de la tradición poética andaluza, que toma lo mejor de ella sin caer en los estereotipos ni renunciar a otras en cualquier lengua, como ya hicieron Muñoz Rojas o los poetas de Cántico, por citar a autores sobre los que escribió palabras luminosas.

En el último texto que publicó el blog de Fernando Ortiz, hace sólo una semana, podemos leer una hermosa evocación de la infancia en el Aljarafe, dedicada a Muñoz Rojas con el sugerente título de Las colinas del Paraíso, donde el veraneante perpetuo -porque nunca olvidó aquellos veranos de la niñez- se remontaba una vez más a los días azules. Todavía el campo y los horizontes despejados, en una ciudad "fuera del mapa y del calendario". El jardín, el pozo, la huerta y una alberca. Ese agua fresca y clara que fluía por las acequias de la finca mitificada había alimentado las nostalgias de Fernando Ortiz y nutrió sus versos, que ahora, cuando el hombre es ya pasado, seguirá convocando a los lectores que quieran conocer una parte -no la más divulgada, pero acaso la más perdurable- de la poesía andaluza contemporánea.

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