Tres vertientes de su obra
V Premio Manuel Clavero
La voluntad de verdad de su creación, que mira al objeto cotidiano e indaga en una naturaleza tan acogedora como incontrolable, sobrepasa 'los géneros establecidos', del bodegón al paisaje.
Dar cuenta de una obra como la de Carmen Laffón exige seguir la evolución de su trabajo. Tarea nada fácil: a una sostenida reflexión poética une la indagación incesante de materiales, soportes y lenguajes artísticos, pero tres aspectos de su trabajo pueden servirnos de guía.
Uno de ellos es la capacidad de sobrepasar los géneros artísticos establecidos: dota al dibujo de calidades pictóricas, vincula la pintura a la escultura y aproxima ésta al objeto hallado y a la instalación, haciendo que hable al cuerpo tanto como a la mirada. Quizá sea en el bodegón donde mejor se aprecia tal superación del género.
Sus primeros bodegones poseen una estructura cerrada y un punto de vista próximo. Son cuadros que remiten tanto a unos objetos (preciosistas y cargados de afecto) como a la mirada absorta que los contempla. La emoción convive en ellos con el aislamiento. Son mapas de la reclusión: apuntan a un mundo que se posee y se basta a sí mismo.
Pero a estos microcosmos pronto los invade el exterior, en especial la luz que altera y deshace su clausura, como ocurre en Homenaje a Gerardo Rueda: Las mimosas ganan profundidad, vibran en la luz y se disponen ante un exacto plano vertical cuya geometría suprime todo rasgo narrativo. El bodegón se ofrece a cualquier mirada y experiencia. El mapa de la reclusión lo es ahora de alusiones que habrá de elaborar el espectador.
Poco después estas naturalezas muertas, privadas ya de su recogimiento, se medirán con el paisaje. Los objetos mantienen su solidez frente a una luz que desdibuja sus perfiles pero los anuda de modo inesperado con la naturaleza que los rodea. En estos cuadros, el jardín, el río o las orillas del Coto no son fondo sino fuerza. No hay en ellos descripción sino potencia. La incierta sensualidad de la naturaleza compite con la seguridad acogedora del objeto.
El vigor de estas piezas se estiliza en obras como Bodegón en la tarde. La naturaleza se aleja pero deja huellas (sombras y reflejos en el mantel) y ecos (en la fuerza silenciosa del color) moderados por la geometría que ordena el cuadro. Se estructuran en efecto en tres planos, dos verticales, paralelos, unidos por otro horizontal. Sobre este último, los objetos se hacen más abstractos: son sobre todo pintura y aunque mantienen su sentido de ofrenda y acogida, se cargan de caducidad. Sólo que esta no alude a la teología de la vanitas sino a la incertidumbre de quien se sabe habitante y no dominador de la naturaleza.
En esta relectura del bodegón hay afán experimental pero sobre todo voluntad de verdad: objetos y paisaje tienen una entidad que no cabe disolver en la narración, neutralizar con la descripción y menos aún reducir a un calosfrío emocional. Exigen una elaboración poética que les haga justicia. Es un segundo aspecto a destacar del trabajo de Laffón. Se comprueba en una obra reciente, los seis cuadros de La cal, grandes tableros que recogen el, digamos, rincón del encalador.
Bidones, cubos, brochas y palos auxiliares se agrupan discretamente bajo un gran arco ciego. El arco se recorta en el plano del muro y la consistencia geométrica de ambos define el cuadro, de modo que cubos y bidones se asimilan espontáneamente a cilindros o troncos de cono, mientras los palos se vuelven líneas. Pero la luz cuestiona tan exacta geometría: inclina suavemente el suelo, disuelve aristas bajo un vibrante plano inclinado o acerca con su brillo ciertos planos verticales. Así se advierte sobre todo en La cal o Bidones de cal II, cuadros casi monocromos. Pero esa intensidad de la luz confiere especial fuerza a los diversos matices del blanco y autoriza la presencia material de ese pigmento. El resultado es sorprendente: los cuadros no sólo re-presentan la cal sino la realizan, la hacen presente, la hacen sentir.
La cal es una cultura milenaria. Al trabajo de los calcineros, en el bosque, la cantera y el horno, sucedía la circulación social de la cal: utilizada en la construcción, el encalado prevenía además epidemias, defendìa del calor, preservaba de la humedad. Formaba en pocas palabras parte de la vida. Cada año se encalaba la casa y con más frecuencia se repasaban ciertas zonas. Estos cuadros, al recoger los útiles del encalador, evocan esa cultura hoy a punto de perderse. No describen, no cuentan historias, no remueven la nostalgia. Sólo impulsan una constelación de posibles significados mediante la figura y la materia, y los ofrece a la memoria, la fantasía y la inteligencia.
Esta misma voluntad de verdad se rastrea en los paisajes de Laffón que muestran además el tercer aspecto a subrayar en su obra: la búsqueda del lenguaje artístico que exige aquella verdad. Muy joven, durante su año romano, dibujó calles y plazas de Siena o Perugia, y en Madrid, pintó rincones del Retiro, pero la indagación sistemática del paisaje es más tardía: las vistas de Sanlúcar de Barrameda desde un improvisado estudio en la calle Bolsa comienzan en 1975, un año más tarde realiza en Sevilla los dibujos de la Cartuja y en 1979 inicia los cuadros El Coto de Doñana desde Sanlúcar.
Todos tienen la misma dimensión (72,5 x 120 cm) e igual distribución espacial: el río ocupa poco más de la mitad inferior, arriba queda el cielo, separado del agua por una estrecha banda, la orilla del Coto. Este espacio intermedio se pierde en Mar abierto, culminación quizá de este primer proyecto porque sin la banda intermedia el cuadro sólo depende del color y la luz.
Uno y otra tendrán especial protagonismo en un segundo grupo de obras, Vistas del Coto, veinte dibujos al pastel (45 x 62,5 cm), iniciados en 1998. Las ordenadas referencias de los primeros lienzos se desvanecen en beneficio de lo que cabría llamar nieblas, crepúsculos, nocturnos aunque esos nombres no llegan a la raíz de estas obras que nacen de un tenso equilibrio entre el respeto al motivo, esto es, al entorno natural, y la búsqueda de formas que construyan la relación poética con ese mismo entorno. La figura no desaparece pero retrocede ante las posibilidades expresivas de la pintura, porque el pastel se emplea de modo que la mancha domine sobre el trazo.
Hay por tanto en estas obras una indagación de las posibilidades del color, como pigmento, para abrir espacios que desplieguen relaciones poéticas con la naturaleza. Una investigación que se prolonga en audaces litografías fechadas entre 2010 y 2012: la versatilidad de esta técnica permite prolongar la libertad lograda con el pastel.
Estos dos proyectos son el preámbulo de los grandes lienzos al óleo (110 x 200 cm), titulados El Coto, acabados en el verano de 2014. También podrían verse como noches, nieblas, crepúsculos, tormentas, pero su fuerza no radica en las palabras sino en la misma pintura. Es ésta la que confiere firmeza al paisaje, que no reposa en la estructura tripartita (cielo, tierra, agua), más debilitada ahora, sino en la potencia del color: da consistencia al cuadro, genera -con sus variedades cromáticas- múltiples matices de luz y establece una peculiar dialéctica entre la superficie del cuadro que tiende a expandirse (por la indefinición pictórica de sus límites) y el rectángulo del lienzo que la retiene en su contorno.
Culmina así una larga indagación donde poética y pintura se reclaman mutuamente en busca de una idea de naturaleza que es al mismo tiempo acogedora e incontrolable. El discurso de ingreso a la Academia de San Fernando, lo dedicó Laffón a un paisaje, el del Guadalquivir, que la ha acompañado durante casi toda su vida. El río es así habitación y huésped, pero a la vez, flujo perpetuo que sin cesar genera y deshace formas. Se han comparado estas obras a los paisajes de Caspar David Friedrich o a los espacios de Mark Rothko. Al trazar tales paralelos hay que ser cautos: frente al afán de Friedrich y la cultura nórdica por subrayar la condición sublime de la naturaleza, la obra de Laffón posee la complicidad sentimental con la naturaleza propia del Mediterráneo; por eso, también se aparta del sentido trágico de Rothko. Es cierto que hay sintonía con ambos autores: la fuerza de los cuadros de Laffón, como ocurre en Friedrich, no radica en ser réplicas de la naturaleza sino en recordar que somos naturaleza y pertenecemos a ella. Esa voluntad de verdad, que antes que el placer de la visión muestra una naturaleza acogedora pero incontrolable, impulsa a buscar un lenguaje que le sea propio y lo encuentra en rasgos abstractos, cercanos a la pintura de campos de color de Mark Rothko.
Estas tres vertientes de la obra de Laffón quizá confluyan en su mirada al objeto cotidiano: canastas con ropas o ramas, pequeños armarios, útiles del estudio y más recientemente, materiales de un taller de herrería. El arte moderno subraya el valor del objeto. Al elegirlo, es indiferente a la belleza pero ha de tratarlo poéticamente. Esa es la clave de estas obras: cosas al uso (no bodegones) que adquieren en manos de la autora un valor poético que a veces exige (como en sus armarios) pasar de la pintura a la escultura y otras, tender a la instalación. Quienes vieran las Espuertas llenas de uvas, durante su depósito en la Cartuja, pudieron comprobar cumplidamente este modo de entender el arte.
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