Érase una vez en un país neutral
Las rencillas entre germanófilos y francófilos en una ciudad de provincias son el pretexto para hablar de la España del franquismo en el primer largometraje de Julio Diamante
Y se preguntará el lector, ¿qué hace una película española en esta serie sobre la Primera Guerra Mundial en el cine? Y es que es bien sabido que, por diversas razones geopolíticas y económicas, España no participó ni en la Primera ni en la Segunda Guerra Mundial, ni tampoco nuestra cinematografía parece propensa a otro asunto bélico que no sea la Guerra Civil.
Aunque esté ambientada durante los años de la Gran Guerra, entre 1914 y 1918, y haga coincidir el final de su argumento con la firma del armisticio, la primera película de ficción del gaditano Julio Diamante, basada en la novela homónima de Wenceslao Fernández-Flórez publicada en 1930, no está hablando exactamente de aquellos años de comienzos de siglo, ni de una España costumbrista de bombines y bigotes largos dividida entre germanófilos y francófilos en la imaginaria ciudad de provincias de Iberina, sino de la España dolorosamente escindida de aquel presente de su gestación en los primeros años 60, una España de vencedores y vencidos que apenas podía vislumbrarse en una pantalla entre los pliegues de la comedia berlanguiana y los primeros títulos de ese invento que se dio en llamar Nuevo Cine Español, respuesta oficial y algo tibia de las instituciones a los aires y deseos de modernidad de una cinematografía que venía de conversar en Salamanca sobre sus precariedades y necesidades de cambio: el cine de los Saura, Picazo, Regueiro, Camus, Patino, Eceiza, Aranda, Suárez o el propio Diamante, alumno díscolo del IIEC y figura anómala que integró la práctica, la teoría y la difusión (a través de la modélica Semana Internacional de Cine de Autor de Benalmádena) en una época de verdadera indigencia cultural.
Los que no fuimos a la guerra, rebautizada por la censura por el casi más sugerente título de Cuando estalló la paz, se organiza como aparente farsa inofensiva y de carácter popular en torno a un periodo histórico concreto que permitió a Diamante, avalado por la productora Saroya Films y con un amplio y maravilloso elenco de actores cómicos del cine español de aquellos días que incluía a José Isbert, Juanjo Menéndez, Ismael Merlo, Félix Fernández, Julia Caba Alba, María Luisa Ponte, Erasmo Pascual, Antonio Gandía o Julia Delgado Caro, trabajar desde la barrera, bien protegido por unos códigos genéricos asimilados, para demostrar que la suya era, incluso en aquellas circunstancias, la mirada de un verdadero disidente, capaz de integrar los modos y ritmos del sainete con una amarga carga crítica en un país sin apenas respiración.
Los germanófilos y francófilos caricaturizados que se enfrentan amablemente en el casino, las calles, el bar o el cine improvisado de Iberina bien pudieran ser trasuntos de esas dos Españas irreconciliables que llegaron a un punto sin retorno en 1936, dos Españas, la de progreso frente a la tradición conservadora, la del aperturismo y las libertades frente a la del pensamiento único, que toman aquí el lejano conflicto extranjero como parapeto y excusa para demostrar su propia cobardía y mezquindad, el escaso peso de esas convicciones que iban a desencadenar en una guerra fratricida.
Coral, episódica y algo dispersa, Los que no fuimos a la guerra encuentra empero en el personaje de Javier, protagonizado por un joven Agustín González, a la figura del antihéroe por antonomasia de los nuevos cines de la época, un tipo gris y anodino que busca su lugar en el mundo, un soplo de prosperidad burguesa, para tener algo que ofrecer a su amor de juventud, su vecina del piso de abajo, protagonizada por una no menos joven y por entonces televisiva Laura Valenzuela.
La picaresca de la supervivencia y el arribismo, que va del invento de la explosiva "Naranjina" al robo de 100 pesetas para jugar (y perder) a la ruleta, el hormigueo de personajes típicos y característicos (de la sirvienta-cupletista que encarna Gracita Morales al hilarante tabernero gallego Fandiño que interpreta Xan das Bolas) que dibujan, en sus respectivos roles complementarios, la idiosincrasia de la España popular y provinciana, el camino, en definitiva, hacia el fracaso (materializado en un plano general en el que vemos la silueta de Luis alejándose solitaria en una calle empinada), construyen un abanico de escenas de indudable tono cómico, algunas de cierta elocuencia visual (véase la de los sombreros para presentar a los dos bandos del pueblo o el sueño en el que se las metralletas de unos se enfrentan a las funcionariales máquinas de escribir de los otros) e indudable gracejo dialogado, a través de las cuales se va abriendo poco a poco un cierta amargura, la constatación de un estado de ánimo del que su director, comunista en la clandestinidad y joven cineasta con ansias de conectar con la modernidad (algo que será mucho más claro en filmes posteriores como Tiempo de amor y El arte de vivir), se hacía eco con los mimbres del casticismo costumbrista y coral que servía aquí como armadura, caparazón y pretexto para un mensaje crítico e inconformista que la censura se encargaría de cercenar y silenciar hasta su estreno tres años después de su finalización y su presentación en el Festival de Venecia.
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