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Jarama, brunete, belchite, teruel

De libros

Partiendo de los testimonios aportados por los propios brigadistas, Adam Hochschild relata la experiencia de los casi tres mil voluntarios estadounidenses en la Guerra Civil española

Voluntarios de la Brigada Lincoln.
Ignacio F. Garmendia

12 de agosto 2018 - 01:43

La ficha

'España en el corazón. LA HISTORIA DE LOS BRIGADISTAS AMERICANOS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA' Adam Hochschild.Trad. Mariano López. Malpaso. Barcelona, 2018. 520 páginas. 28,50 euros

Como afirma el historiador Julián Casanova en su reciente monografía sobre la Revolución de 1917, La venganza de los siervos, tendemos a juzgar lo sucedido en Rusia desde la perspectiva de sus consecuencias -la construcción de una burocracia dictatorial, aún más despiadada que la tiranía zarista- sin atender a las condiciones que hicieron posible la conquista del Estado por la minoría bolchevique ni a las causas por las que esta recibió el apoyo de centenares de miles de obreros, soldados y campesinos. Del mismo modo, antes del ciclo bélico que abrió la Guerra Civil española y acabó con el hundimiento de la Alemania nazi, la simpatía hacia la URSS, que iba más allá de los círculos comunistas, se explica no sólo por el desconocimiento de la naturaleza despótica del régimen, sino también o sobre todo por la demanda de justicia social que recorría las sociedades occidentales y fue igualmente instrumentalizada por el fascismo. Hubo ya entonces quienes identificaron la doble cara del modelo totalitario, pero el prestigio de la todavía joven experiencia soviética conservaba su ascendiente entre las capas populares y buena parte de la izquierda internacional, dividida en corrientes enfrentadas que hicieron causa común, como en España, contra la amenaza fascista. No de otra manera se explican el eco mundial de nuestra guerra y la solidaridad que la República, o las varias revoluciones que estallaron en su territorio, despertaron en el extranjero, aunque fue precisamente en España donde el estalinismo -por los años del Gran Terror- empezó a revelar su verdadero rostro.

Los voluntarios de las Brigadas Internacionales, cuya intervención fue decisiva en la defensa de Madrid, contribuyeron a difundir la aureola romántica que todavía hoy -fuera de España, donde las heridas no han cicatrizado- sigue rodeando a la contienda, de la que es buena muestra este libro que Adam Hochschild ha dedicado a los casi tres mil norteamericanos que combatieron en el Abraham Lincoln Battalion, más conocido como Brigada Lincoln. Autor de un extraordinario ensayo, El fantasma del rey Leopoldo, donde abordó la increíble historia del expolio del Congo por el odioso genocida belga, o de una no menos valiosa aproximación al movimiento pacifista británico entre los sangrientos años de 1914 y 1918, Para acabar con todas las guerras, Hochschild aplica ahora su talento de historiador y su probada capacidad narrativa a explorar las motivaciones, las experiencias y el destino final -un tercio no volvió para contarlo; los que sobrevivieron, estigmatizados por la militancia, tuvieron serios problemas durante la caza de brujas del macarthismo- de los brigadistas estadounidenses, parte de un contingente, reclutado por la Komintern, que llegó a movilizar a cuarenta mil combatientes de cincuenta nacionalidades. Como los de otros países aliados, partidarios de la no intervención, el gobierno de Roosevelt no vio con buenos ojos el alistamiento y se negó a romper el embargo para vender armas a la República, pero no pudo impedir que los jóvenes, en su mayoría comunistas y sin ninguna experiencia militar, embarcaran rumbo a España.

No oculta el autor su simpatía hacia quienes combatieron sin apenas instrucción ni medios

La historia es conocida, pero Hochschild la traslada con pulso de buen periodista a través de las vivencias personales de varios de esos jóvenes -el economista Bob Merriman, jefe de la XV Brigada y modelo real del protagonista de Por quién doblan las campanas, desaparecido tras la Batalla del Ebro; el afroamericano Oliver Law, que llegó a dirigir el Batallón antes de caer en Brunete; muchos otros muchachos, incluidas algunas mujeres, de todas las clases sociales- que se alternan en su relato, lógicamente dirigido al lector anglosajón, con un recuento ponderado de las vicisitudes generales del conflicto. Junto a los brigadistas, aparecen otros norteamericanos implicados, escritores y periodistas como Martha Gellhorn, su luego marido Ernest Hemingway, John Dos Passos o los dos corresponsales del New York Times, el 'republicano' Matthews y el 'franquista' Carney, pues también hubo en Estados Unidos -donde la Guerra Civil ocupaba primeras planas- simpatizantes del bando 'nacional' y entre ellos Hochschild dedica una atención particular al magnate del petróleo Torkild Rieber, de origen noruego y afinidades filonazis, que vulneró la política de neutralidad y envió en secreto millones de barriles para abastecer a las tropas sublevadas. No oculta el autor, de conocida filiación 'progresista', su simpatía hacia unos soldados que combatieron sin apenas instrucción ni medios frente a un ejército curtido en África y apoyado por el moderno armamento de Italia y Alemania, pero tampoco deja de mostrarse crítico con la deriva sectaria impuesta desde Moscú y por ejemplo califica de "pacto con el diablo" la decisión desesperada de la República, que no tenía ni fusiles y se vio obligada a abastecerse -mercancía vieja y vendida, literalmente, a precio de oro- en la URSS, cuyos famosos comisarios vigilaban la ortodoxia de las tropas y parecían más ocupados en combatir las desviaciones -o en aniquilar a los rivales, como en los célebres sucesos de mayo de los que sería testigo el poumista Orwell- que en la propia guerra.

Jarama, Brunete, Belchite, Teruel, son los nombres de las batallas donde lucharon, escritos en los tanques que liberaron París -de Camus es la frase que habla de "España en nuestros corazones"- y aún vivos en la memoria de tantos veteranos no hispanohablantes. Hoy, dice Hochschild, y con ello volvemos a la cuestión de la perspectiva a la que nos referíamos al comienzo, pensamos en el Partido Comunista de Estados Unidos como en un mero satélite de la dictadura soviética, pero en los años treinta -los de la Gran Depresión y el ascenso del fascismo- militaron en sus filas muchos idealistas que peleaban por una causa noble, anticiparon el movimiento de los derechos civiles y acudieron a España a luchar por la libertad, como lo hicieron, cabe añadir, dentro del país o desde el exilio, muchos antifranquistas. La URSS fue un infierno sin paliativos, pero su fracaso no contamina a todos los que creyeron en el experimento socialista ni impugna el valor y la generosidad de quienes se jugaron o perdieron la vida en defenderlo. Lo que la izquierda no puede hacer -y en esto la honestidad de Hochschild vale como ejemplo- es construir un relato falso. Ya lo intentó el estalinismo y sus mentiras no le han evitado pasar a formar parte de la historia universal de la infamia.

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