Juana la Loca, el teatro hecho mujer
Crítica cine
Concha Velasco es capaz de crear un personaje inolvidable
/ JEREZ/El teatro siempre es respetable. Es más, debería ser de culto y asignatura obligatoria para que los de Primaria y Secundaria relativizaran sus vidas. Las actrices y los actores siempre son admirados. Una buena puesta en escena es de agradecer. Pero cuando todo se aúna en hora y media es más que una satisfacción. Y si además tenemos la suerte de vivirlo en el Villamarta, un honor. Cuando el teatro se hace sencillo y el drama se adueña de un guión, qué fácil es sentir emociones. Cuando el corazón se sale de un pecho y el cerebro deja de controlar, que fácil es transmitir sentimientos. Eso es lo que hace nuestra conocida Concha Velasco en las tablas de su devoción por una profesión. A sus 77 años y con más ganas de conocer su futuro como persona que pavonearse en su pasado, nos da una lección de amor. Amor por dar. Amor por sentir. Amor por hacer vivir. Entrega en un personaje para deleite de quién la disfruta, diseñado a modo de confesión no formal ante algún autoridad eclesiástica en las tablas de un escenario. Una confesión sin confesionario.
Las preguntas que cualquier obra de teatro formulan son, a la vez, las respuestas a la vida de los espectadores y de eso se encarga de manera escrupulosa una actriz de las que ya no quedan. Un magnífico texto de Ernesto Caballero y una dirección de otro de los grandes de la dirección de escena, como Gerardo Vera, asegura que una obra de teatro empapa desde el primer minuto hasta el último y sin previo aviso. Empapa de maestría, de trabajo exhaustivo, de ganas de transmitir y de amor por el arte teatral. Una obra, en la que dando vida a una reina loca, se nos muestra a la mujer más cuerda del mundo en su quinta esencia. Aunque sea reina, aunque la llamen loca, pero una mujer dueña de sus sentimientos y encarcelada en su destino. El que la historia le tenía reservada. Quién no conoce los episodios de la etapa de su familia. Quién no se ha sentido infante, princesa o bufón de alguna de las cortes palaciegas. Quién no sabe contextualizar el convento de Santa Clara y el destino de una mujer pisoteada por reyes, cardenales o matrimonios de conveniencia. En Castilla, Aragón o en el Jerez de nuestros días. La actriz disfruta siendo Juana. Y se enorgullece de estar considerada loca. La distracción, la eterna duda, se convierte en felicidad. La ternura en consentimiento. La miseria en aceptación de un papel. La actriz nos ofrece un repertorio de silencios, de respiraciones, de cambios de tono y de recursos actorales como pocas pueden hacerlo. No es que actúe, es que vive el personaje. No es que se sienta limitada por un texto, es que lo usa en su propio beneficio y en el del espectador.
Hay momentos sublimes, en los que la actriz está por encima de todo. Incluso de la escenografía y de la iluminación y los efectos especiales. Una vocalización especial, llena de sonidos claros es capaz de defender el personaje, y ella es la que mueve los hilos de unos movimientos muy cuidados y siempre son sentido dramatúrgico. Apoyada, eso sí, en un colorido sombrío de una habitación agobiante. Un ambiente de opresión y martirio perfectamente conseguido con paneles negros a los que las diferentes tonalidades de los filtros de focos daban sentido según cada emoción a transmitir y que, en ocasiones, llegaban a crear una memoria histórica de cárceles, sonidos de comuneros y gritos de hastíos del desamor.
Un ritmo mantenido y una forma de moverse que nos invita a la duda. Esa duda llena de recursos que se vacía poco a poco. Una simbiosis que produce locura por entender lo que una mujer actriz es capaz de crear donde el escenario y la vida se funden, llegando a cada uno de los que la admiran.
Una oda al desdoblamiento mientras se confiesa en escena, una confesión personal: me muevo, como juez y parte en el escenario, soy capaz de mover mis hilos, y a la vez, los de los que me miran. Voy de negro. Visto en grises. Me atrevo con una gasa blanca si me caso o con una roja si me desangro. Me defiendo con un cojín o me acurruco si las entrañas me duelen. Mi corona es de juguete. Los cinco sentidos los tengo en ser yo. Destilo olor a jara aceitosa y soy capaz de dar sensación de oír campanas de funeral. Soy yo, Juana, pero mediada por los hechos, con audacia, con razón o sin ella, pero llena de razones. Me siento encarcelada, me arrodillo en un reclinatorio o me acurruco en el único camastro que, un director de escena, tiene a bien acercarme para que me desnude los sentimientos. Veo las sombras de todos los fantasmas que me asustan, se me proyectan como nubarrones en mi celda, pero continuo con firmeza dejando constancia de lo que me han hecho sufrir. Soy capaz de ser generosa con los espectadores del teatro Villamarta porque tengo que ser capaz de transmitir mi amor por el teatro y mi respeto por un personaje. Yo, Concha, la chica de la Cruz Roja, y la loca más cuerda debo ser consecuente con este público que me respeta. Tengo a miles de pupilas observándome y debo ser agradecida. Pido permiso a mi madre para conseguir mis sueños y a mis nietos para que me den fuerzas, pero estos jerezanos y jerezanas parece que son los locos. No yo. Porque alguna migaja de lo que estamos viviendo es fruto de la utopía que es el teatro.
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