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Sevilla/Quien acaba de entrevistar al general Queipo de Llano nada más finalizar su arenga radiofónica el 26 de agosto de 1936 es Arthur Koestler, un treintañero húngaro muy cuajado ya de ruido cuando es enviado a Sevilla por el Komintern para reunir pruebas del apoyo italiano y alemán al golpe militar en España. Hasta aquí ha llegado como corresponsal del periódico británico News Chronicle, con un salvoconducto en el bolsillo y una carta de recomendación firmada por Gil-Robles y un hermano de Franco, con los que ha vivido una noche de desparrame en el casino de Estoril.
Al día siguiente del encuentro, en el bar del hotel Cristina, Koestler es reconocido por un periodista de la agencia Ullstein, que está allí con tres oficiales de uniforme español pero que dialogan fluidamente en alemán. Denunciado ante el jefe de prensa de los sublevados, Luis Bolín, éste, al sentirse burlado, jura matarlo "como a un perro". Sin embargo, ya es tarde: tras recoger sus pertenencias en el hotel Madrid, huye a Gibraltar. En la charla, publicada el 1 de septiembre, Queipo se recrea en los métodos de exterminio contra los republicanos.
Bien podría ser ésta la última aparición de Arthur Koestler (Budapest, 1905-Londres, 1983), pero todavía le tocaría atravesar en vida, con esa inestable autoridad de los seres intuitivos, otros muchos paisajes de curvas peligrosas. Empotrado en una familia judía adinerada, vive la caída del Imperio Austrohúngaro y, casi al final de sus días, prueba el LSD en la América chillona de los 70. Entre uno y otro hecho, trabaja en kibutz, malvive vendiendo limonada en un bazar de Palestina, da con sus huesos en un campo de refugiados durante la Segunda Guerra Mundial y, en una fiesta en París en 1949, le estrella un vaso en la cabeza a Sartre y le deja un ojo morado a Camus.
Le da tiempo, incluso, a convertirse en un periodista de éxito, gracias en buena parte a una entrevista robada a Albert Einstein, al que convence de que la charla telefónica es estrictamente personal cuando un estenógrafo lo registra todo al otro lado de la línea. Son los primeros años 30 cuando se afilia al Partido Comunista, una trinchera para combatir el avance de Hitler. Trata de alcanzar el Polo Norte a bordo de un dirigible y recorre a la Unión Soviética, donde pasa por alto la terrible hambruna de Ucrania (millones de campesinos muertos) y denuncia a una amante en un ataque de paranoia.
Hastiado del totalitarismo, escribe la novela El cero y el infinito que, ambientada en las purgas estalinistas de los años 30, se convierte en un éxito de ventas en los años de la Guerra Fría. Por esta misma ruta, en 1950, ofrece un discurso anticomunista en Berlín bajo el amparo del Congreso para la Libertad Cultural, organización financiada por la CIA. En los 60 le da por investigar los fenómenos paranormales, la levitación, la telepatía, la percepción extrasensorial. En sus últimos años, es un activista contra la pena de muerte y el maltrato animal y defiende el derecho a la eutanasia.
Como es fácil concluir, casi todo el siglo XX está, en fin, garabateado en su vida, que aparece ahora desplegada de nuevo en el libro de Jorge Freire Arthur Koestler. Nuestro hombre en España (Al Revés Editorial). Es un relato que se mueve con ligereza entre la novela de espías, el ensayo biográfico y la reconstrucción histórica para alumbrar sus días en la Guerra Civil, una carnicería que marca irremediablemente a este intelectual de personalidad tan arriesgada como ondulante. "No ha hecho falta inventar nada porque Koestler fue también fue un hombre de acción", ha explicado Freire.
Porque, al poco de abandonar Sevilla al galope, lo vemos de nuevo en Madrid al servicio de la República. Recorre la ciudad bullanguera y sanguinaria en un automóvil enorme, conducido por un chófer con uniforme y gorra de plato, un Isotta Fraschini que perteneció a Lerroux. Cuando el Gobierno huye a Valencia porque la caída de Madrid parece inevitable, él se une a la comitiva. Pero, inesperadamente, la capital se salva de las garras de Franco. "Aunque fuera por inflarse a copas en el hotel Florida, Hemingway, Malraux y Regler quedarían convertidos en héroes, mientras que él, en su ataque de pánico, se había perdido la acción", relata Freire.
Después de esta peripecia, nuestro hombre aparece en enero de 1937 en Málaga, donde es testigo de la rendición de la ciudad y de la terrible Desbandá, el bombardeo de miles de civiles que huían por la carretera de Almería. Pero allí es detenido por Luis Bolín, el mismo que dio la orden de apresarlo en Sevilla. Así lo relata éste en Los años vitales: "Le di el alto. Cuando se volvió hacia mí reconocí a Arthur Koestler (...) De los dos, el más sorprendido puede que fuese yo, el más asustado él, y no sin razón, porque le estaba apuntando con una pistola del nueve largo". Trasladado a Sevilla, pasa 94 días en una celda de los condenados a muerte en la cárcel de la Ranilla, oyendo cada noche las ráfagas de los fusilamientos.
Cuentan que allí, a la espera de ser ejecutado, vive una experiencia mística que lo atraviesa, trastocándolo de raíz. Cuando ya le es indiferente perder o no la vida, entra en un intercambio de prisioneros gracias a la mediación del Foreign Office y las gestiones de su segunda esposa, Dorothee Ascher, de quien, por cierto, se separaría poco después. Koestler es canjeado por la mujer del aviador Carlos Haya, Josefina Gálvez. Es el propio laureado militar franquista quien lo traslada en avión hasta La Línea, a pocos pasos de Gibraltar. Allí envió dos telegramas: uno, a sus padres, y el otro, a la sede del Partido Comunista en París.
Definitivamente, la noria vital de Arthur Koestler se detiene en marzo de 1983. Él decide quitarse la vida en su domicilio londinense de Montpelier Square antes de que el parkinson y la leucemia se la hagan invivible. Lo encontraron en el salón de su casa, sentado en un sillón y con una copa en la mano. Su tercera esposa, Cynthia Jefferies, que era más de 20 años más joven y tenía una salud perfecta, eligió suicidarse junto a él. Aquel día ambos tomaron excesivas dosis de barbitúricos.
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