‘Muerte de un viajante’, teatro textual lleno de verdad en el Villamarta
Crítica de teatro
Una producción redonda donde el texto de Arthur Miller se engrandece con la propuesta de dirección, actores y técnicos
Además de una dura crítica al sistema occidental la obra representada este sábado en el Villamarta, con un aforo maravilloso, tiene la capacidad de desenmascarar los entresijos de la forma de vida americana pasada, pero, en definitiva, también de la nuestra actual. Una metáfora sobre la vida, el fracaso y la fina línea existente entre lo personal y lo social. Arthur Miller retrata la decadencia del sueño americano en pleno siglo XX y hace una crítica despiadada de su entorno personificando en el viaje permanente que supone el existir y que lleva al ser humano a prostituirse con el trabajo durante años y como esa adicción hace posible que la personalidad se tambalee. El trabajo como mentira piadosa del mundo capitalista en el que el prestigio social prevalece sobre la libertad. La relación de pareja como contrapunto emocional e íntimo a la mentira de una sociedad consumista. El trabajo como castigo y la búsqueda de la felicidad. Las relaciones con los hijos y la infidelidad atravesando en penumbra los pensamientos y las conductas machistas a modo de parapeto de la ansiedad.
Ha habido muchas adaptaciones teatrales y cinematográficas de la obra pero, en esta ocasión, la producción hace una oda a la palabra y al guion con un ritmo desenfrenado y una puesta en escena minimalista. La importancia del texto es fundamental puesto que hace enloquecer en espiral a los personajes, enmarca perfectamente los momentos cronológicos y los flashbacks y además engrandece los diálogos, manteniéndolos a una elevada altura de presencia, desde la primera escena en la que los personajes dejan su impronta hasta un desenlace lleno de ternura y opresión.
En esta propuesta, la puesta en escena nos hace participar de espacios cerrados en los que la acción sucede paralela al mundo exterior. La escenografía consigue crear un ambiente decadente y carcelario. La iluminación deja entrever la oscuridad de un personaje principal como Willy Loman que, encerrado en sus miserias, desea engañarse a sí mismo y a los demás, a los que lleva por el tortuoso camino de callejuelas oscuras y carreteras de segunda de cualquier estado de la Norteamérica profunda. La música en determinados momentos es una oda a la impiedad de la vida.
Es puro teatro textual donde la dramaturgia engancha por su sencillez y por una especie de sinonimia de un celuloide rancio y en blanco y negro que los años cincuenta del pasado siglo tenían como seña de identidad. Las paredes de ladrillos pone los límites de la opresión y la otra mitad, a modo de ciclorama de proyecciones, hace las veces de ventana abierta a la sociedad americana por la que aparecen diferentes espacios que nos sitúan la acción, genial en el primer cuadro para hacer ver la ciudad de los rascacielos, contundente en el encierro autofágico de ladrillos de una familia en declive, sensual en la imagen de motel de carretera y tenebroso en los epílogos de las desdichas de los personajes. Unas sillas en tonos fríos y un vestuario en blancos y negros de los personajes adultos y ocres en los jóvenes ilusionados hacen del escenario un auténtico cuadrilátero de la vida sin romper en ningún momento la cuarta pared. La escenografía estática de lo más cercano es la base, las imágenes que aparecen a modo de vagones de tren el mejor de los guiños al viaje continuo que es la vida, los movimientos actorales cabalgan a lomos del destino a un ritmo frenético y las sillas grises son el paradigma de la serenidad, en las que se asientan las verdades de cada cual y son usadas para dar parsimonia al texto. Los personajes cierran perfectamente los tipos.
Los diferentes registros de los actores dan ensoñación a las perfectas transiciones que se apoyan en entradas y salidas con focos de apoyo y apartes perfectamente encuadrados, lo que llevan al surrealismo más despiadado en arar de poder transmitir la idea del nudo principal de la obra. De ahí, que el espectador tenga el deber de hacer un viaje introspectivo para soñar despierto y poder seguir la historia desde la perspectiva de lo que los actores proponen, sin alaracas ni con espacios realistas sino más bien con la enorme fuerza del simbolismo de la escenografía, con una expresión estética muy del siglo pasado a excepción de las proyecciones, pero a la vez modernista en los recursos escénicos, con la verdad del directo y la convivencia conjunta entre los que están en las tablas y lo que están en las butacas, con la creación de caracteres de los personajes ayudados por un vestuario que imprime carácter, con los movimientos de los personajes de manera muy cuidada.
El personaje principal lo borda un Imanol con unas ganas locas de hacerlo creíble. Un imano acostumbrado a viajar por el mundo de las historias a lo largo de las décadas. Podría ser el Willy Loman que imaginó Arthur Miller. Su registro corporal, su tono verbal, su claridad de emisión y su saber estar hacen del personaje un verdadero ejemplo de actor con mayúsculas. La sobriedad y tablas de Cristina de Inza hacen que el mundo interior cobre vida dando réplica como pocas actrices en el mundo actual lo pueden hacer encima de un escenario y la demostración de los demás actores y actrices quedan perfectamente enmarcadas en las líneas creativas de los personajes secundarios que además se diversifican de una manera magistral. Actores y actrices en los que se manifiesta una dirección muy exigente, llena de matices, haciendo de la comunicación no verbal una obra de arte, de las miradas las auténticas formas de destrucción masiva y del tono verbal el mejor ejemplo de la maravilla del texto en el mundo del teatro.
Es la intrahistoria real de un viajante vendedor asalariado pero también un viaje del espectador por múltiples contrastes de la dramaturgia. La alegría de la ilusión por vivir cuando aún se es joven frente a la tristeza de la descomposición como persona. El amor hacia lo intangible frente al odio de sentimientos encontrados. La pureza del amor desinteresado frente a la suciedad de las ideas preconcebidas. La fuerza de la juventud en contraposición con la decrepitud del ser humano en un mundo de mentiras. El viaje a ninguna parte de cualquier persona que en esta ocasión, consigue la mayoría de edad en el viaje a ninguna parte del comediante. Como todo viaje, las maletas van llenas de ilusiones cuando se llenan, y se van vaciando a medida que aquel que porta las maletas va viviendo. Llevar ese peso a cuestas tiene sus consecuencias. Muchas veces hay que saber aligerar peso para que las maletas sean más llevaderas y eso es lo que Arthur Miller plantea en un texto maravilloso, de una forma en la que la metáfora de la maleta es capaz de ser la misma tragedia que nos acompaña a lo largo de nuestras vidas y en las que la música de gramófono o el sonido de un derrapaje automovilístico son los contrapuntos textuales. Para el espectador el viaje de toda la obra es una delicia. Con parada y fonda para rumiar bien el paisaje. Con momentos de tensión y otros de relax.
El aplauso final fue de reconocimiento a todo el equipo artístico y técnico por una producción de ensueño. De ensueño del más puro teatro de la palabra. Una palabra, que con micrófono en mano, Imanol Arias quiso agradecer al público presente una vez que sonaron las palmas por bulerías. Que sepan, quienes no pudieron estar, que deberían encontrar billetes para hacer este viaje maravilloso.
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