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Querétaro, de sangre y oro

¡Qué viva México!

Manuel Romero Bejarano

01 de agosto 2016 - 13:36

CON estruendo resonaron las cajas y los clarines, el teponaztle y el huéhuetl, la chirimía y el caracol y al ritmo de bailes y alaridos se inició la guerra, los otomíes y purépechas, los conquistadores comandados por Nicolás de San Luis Montañez y Fernando de Tapia y los chichimecas bajo el mando de los capitanes don Lobo y don Coyote. En el campo retumbaron las descargas cerradas de los fusiles, a lo alto, y con la polvareda que levantaban los pies de los combatientes, el humo de la pólvora, y las flechas disparadas al viento, y un eclipse de sol que parece haber sobrevenido en ese punto, se oscureció el día, de tal manera que se hicieron visibles las estrellas, y la lucha se prolongó sin que uno ni otro bando se rindiera. Cuando el ejército al servicio de la Corona Española desfallecía ante el ímpetu de los indomables chichimecas, aparecieron en los cielos Señor Santiago montado en brioso corcel blandiendo férrea espada y una gran Cruz luminosa, los naturales al verla, al grito de “ÉL ES DIOS”, comenzaron a danzar, se rindieron y aceptaron la sumisión a la Corona de España.

Don Lobo y don Coyote. Parecen dos personajes de cuento, de un cuento bañado en sangre. Sangre mezclada con oro, con montañas de oro en honor a ese Dios ante el que todos se rindieron. El emperador Maximiliano, fray Junípero Serra, Porfirio Díaz, Benito Juárez… Actores de una hermosa tragedia llamada Santiago de Querétaro.

La ciudad descansa tras siglos de guerras y revoluciones. Lejos queda el Señor Santiago con su brioso corcel y hace mucho que se apagó el fragor de los cañones. Querétaro sonríe en su eterna primavera, con las calles repletas de gente. Las terrazas están llenas y la música suena, así que comienza el baile, una danza que nos mueve por templos neoclásicos y el zócalo, rebosante de flores. Bajamos con la multitud, perdiéndonos entre edificios barrocos que rayan el delirio.

Desde el claustro de San Agustín nos observan los telamones, sosteniendo arquearías, guirnaldas y molduras. Mil recovecos vigilados por centinelas que han sentido llorar a generaciones. Serios y callados. Quizás dolientes. Sin duda hermosos y bizarros. Ellos que lo han visto todo nos miran ahora con desdén, porque ni somos bravos ni aguerridos, ni quisimos tomar sus piedras a golpe de pólvora. Son solo diletantes (pensarán a nuestro paso), mientras aguantan sobre sus hombros el peso de la historia del arte.

El caminar discurre entre casas bajas de colores bañadas por una luz de ensueño. Pero debajo de los adoquines no está la arena de la playa. Laten miles de muertos que sucumbieron ante la gloria de una nación. Un océano de desgracias cubiertas por toneladas de lujo. Hemos llegado al convento de Santa Clara, donde las paredes están labradas en oro, hasta el punto que uno siente el temor de morir ahogado en tan precioso material. No hay retablos, ni pinturas ni esculturas. Todo es un bloque dorado continuo, un muro de contención ante el dolor. En la sombra, una monja reza desde hace siglos por su pueblo, sin darse cuenta de que hoy brilla el sol sobre Querétaro.

Más sangre, más llanto, más oro. El exceso de una tierra que, como la de Pedro Páramo, ha sufrido tanto que da frutos amargos.

Cae la tarde y subimos a la iglesia de Santa Cruz, donde hasta los árboles padecen

Cuenta la leyenda que esta particular planta, perteneciente a la familia de las mimosas, es la única en el mundo que en lugar de flores le brotan espinas, las que le dan forma casi perfecta de una cruz.

En junio de 1697 Fray Antonio Márgil de Jesús, uno de los primeros franciscanos que trabajó en la evangelización de los indígenas de Mesoamérica, al llegar de misionar y trayendo el bastón en que se apoyaba en sus largas caminatas, clavó dicho bastón en los prados del ahora jardín.

Al pasar el tiempo el bastón empezó a retoñar y a producir ramas con espinas en forma de cruces y creció hasta convertirse en el árbol que hoy puede verse con la rareza de que no produce ni flor ni fruto, sino solamente hojas diminutas que al llegar el invierno se secan.

En lugar de flores brotan espinas en forma de cruz…

El Árbol de la Cruz. Esto solo podía pasar en México, y aún dentro de México en el convento de Santa Cruz de Querétaro, donde estuvo preso el emperador Maximiliano antes de que lo fusilaran en un cerro cercano, al son de las campanas. Ni flores ni frutas, espinas en forma de cruz. Solo faltaba que fuesen doradas.

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