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La ópera de Rossini cierra la temporada con dignidad y maestría

La crítica

'El barbero de Sevilla', un guiño a la ópera bufa y a la comedia del arte, cargada de ritmo y música embaucadora.

Un momento de la ópera en el Teatro Villamarta. / Vanesa Lobo
Nicolás Montoya

11 de junio 2021 - 18:28

'El barbero de Sevilla'

Dirección de escena: Giulio Ciabatti. Dirección musical: Carlos Aragón

Equipo artístico: Clara Mouriz, (Rosina). Nuria García-Arres, (Berta). Manel Esteve, (Figaro). Quintín Bueno, (Conde de Almaviva). Fabio Capitanucci, (Bartolo). David Lagares, (Basilio). Juan Guerrero, (Fiorello). Nicolás Montoya, (Notario). Coro del Teatro Villamarta. Orquesta Filarmónica de Málaga.

Equipo técnico Villamarta. Regiduría: Carmen Guerra.

Teatro Villamarta, 10 de junio de 2021. 20:00 h.

La apuesta por una ópera como 'El barbero de Sevilla' siempre es segura. Más aún, lo que hace la producción de Amigos Canarios de la Ópera, en un intento de volver a los orígenes para ofrecer la sencillez que impuso su autor en los años en que la compuso de manera precipitada. Sin que falte la armonía necesaria hay que mencionar que se diseña de manera fiel pero respetando el ritmo enloquecido que requiere y aderezada de aquellas pinceladas tan originales en su momento, que quedaron como huella permanente en el mundo operístico de todos los tiempos.

Otra escena de la obra. / Vanesa Lobo

Sin duda, una obra que nació creando un estilo propio apropiándose de la autoría de la denominada ópera bufa. En esta ocasión, encierra una apuesta por el ingenio del teatro dentro de la ópera, presentando una troupe de actores ambulantes en medio de una plaza de pueblo a modo de testigo mudo de los devenires de Fígaro intentado urdir la trama del libreto embaucando a los personajes principales de la historia de amor que encierra.

Desde la narración musical de la obertura hasta los concertantes finales corales de solistas, coro y demás personajes en ambos actos, se trata de un recorrido genial sobre el belcanto rossiniano. La idiosincrasia de Rossini se pone en juego desde un principio, y cada cierto tiempo con sus llamadas de atención permanentes. Rossini, a pesar de componer casi siempre por encargo, era tan altivo y autosuficiente que era capaz de reutilizar notas, de asustar con crescendos para atraer la atención, de jugar a tergiversar los pentagramas con el único fin de divertir al público.

Dos siglos después, en esta producción, todo el equipo técnico y artístico se afana por dotar de credibilidad a la magia de un espectáculo henchido de ritmo, picardía y desenfado tal como él concibió, sobre manera por la movilidad de los personajes, sin florituras ni apoyos escenográficos modernos. El conflicto dramatúrgico se plantea desde la obertura, donde el stacatto de las notas ya vislumbra una disminución del valor de cada nota para calentar motores ante el dinamismo que se espera en tres horas. Obertura perfectamente ideada para que el público agudice los tímpanos y abra bien los ojos, con el fin de que la ágil presentación de los personajes sea limpia y medida.

El conflicto teatral lo plantea Fígaro desde su primera aria tejiendo, a su antojo, a modo de factótum sevillano, las redes irónicas y picarescas en las que caen los demás personajes y para lo que el compositor crea una presentación como el aria que pide abrir paso al factótum de Sevilla, largo al factótum y continua a un alto nivel hasta el epílogo de la obra. El amor de jóvenes en edad de merecer, el poder del dinero, la miseria del machismo y la calumnia son las líneas argumentales. La música rossiniana hace el resto y consigue, por momentos, que brillen la realidad deformada y los diálogos concisos, junto a un uso del lenguaje supeditado a un ritmo musical endiablado.

La dirección escénica, cargada de maestría y de intenciones, dota de dinamismo los simples desplazamientos de solistas y consigue minimizar los vacíos de las entradas y salidas, con una iluminación complementaria aprovechando todo el espacio escénico agrandando las líneas imaginarias de nexo entre personajes, y completando una visión de la trama muy caricaturesca. También ayuda a esta sensación de limpieza escénica el uso de unos figurines bastante delimitados.

Giulio Ciabatti consigue crear el ambiente apropiado que el libreto requiere subordinando los movimientos a las diferentes intenciones musicales que Rossini, con tanta intención, plasma en esta partitura. La orquesta y su director musical, con un trabajo exhaustivo, hacen el resto. Una orquesta disminuida por las necesidades de distancia entre profesionales pero entregada a las necesidades instrumentales, destacando las cuerdas y el apoyo del clavicémbalo en bajo continuo que lleva, en todo momento, los recitativos a otra dimensión.

En esta amalgama de ritmos de voces, notas musicales, silabatos y recitativos transcurre una ópera alocada, donde el paralelismo entre lo dramatúrgico y lo musical alcanza cotas insospechadas, con momentos sublimes como los finales de actos donde todos los solistas comparten escena y notas en aras de conseguir ofrecer un ritual de gargantas cantoras admirablemente ensambladas. Una serie de voces solistas bien coordinadas y en búsqueda del lucimiento coral antes que el propio es el complemento perfecto, destacando la labor de los dos protagonistas principales, de un Fígaro cómico y redondo en la voz y en la expresividad corporal, donde Manel Esteve acierta inconmensurablemente en los fraseos encubriendo perfectamente la emisión destacando el timbre en los tramos medios, en especial en su aria de entrada tan conocida y de la mezzo Clara Mouriz, una Rossina de buena proyección, ductilidad, calidad en los graves y una coloratura agraciada y muy acorde a las exigencias de la partitura.

El tenor ligero Quintin Bueno, estrenándose en papeles de envergadura, interpreta a un Conde de Almaviva seguro en los agudos y con ductilidad, con potencia, también en los concertantes, y con una interpretación correcta.

Fabio Capitanucci consigue un don Bartolo limpio con buena articulación en los agudos y fiel al libreto en los rápidos silabatos de un bajo cómico. David Lagares, un don Basilio muy cómico y conseguido, añade contundencia a su voz cálida y profunda, abriendo sonidos y controlando los tiempos, destacando en su aria de la calumnia el recorrido desde el pianísimo hasta el forte con destreza de glotis y también el apoyo vocal en el famoso buena será mio signore. Los personajes de Berta y Fiorello, precisos y muy dignos, perfectamente encajados en sus apariciones aportando frescura y calidad vocal. Y como anexo a los solistas el notario de marras, un homenaje necesario y atrevido a la mascarada de la comedia del arte de manera irónica. Un elenco que llena de colorido una escena cargada de pintorescos momentos donde la carga interpretativa radica en captar el subtexto musical de Rossini cuando desnuda a sus protagonistas.

La cavatina de Fígaro y sus dúos son propios de la desfachatez. Las arias de Bartolo son lentas y monótonas. Las de Rossina, frescas y juguetonas. Las del Conde, repletas de romanticismo y las de Don Basilio, embaucadoras. Mención especial merece la actuación del coro masculino, con muy buen hacer, perfectamente engranado y siguiendo en todo momento la mano del director de orquesta. Consiguieron transmisión y cohesión en los momentos de acoplamiento de voces en los concertantes con los solistas a pesar del hándicap de cantar con mascarillas.

Una producción que en definitiva es una oda a la ópera bufa por excelencia, que es capaz de captar la atención del patio de butacas en todo momento y que, sin excesivas florituras, guarda en los baúles de la escenografía, en los efectos especiales de la tormenta, en los rítmicos momentos de los concertantes o en los sonidos del clave las señas de identidad de la música de Rossini. Las candilejas decimonónicas del escenario son el mejor guiño a un espectáculo de corte clásico e ideado para dejar huella y divertir desde la sencillez. La trama, por su parte, y la profesionalidad de todos los integrantes, por otra, hacen el resto.

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