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Diario de las Artes
De todos es bien sabido que la buena fotografía, esa que es activa y actuante, es la única que ha quedado después de las rocambolescas experiencias acontecidas, décadas atrás, cuando se llevó a cabo aquella proliferación fotográfica que llevaba consigo una supervaloración de cualquier mínima actuación. Los abanderados de lo artístico, los críticos y comisarios estrellas o estrellitas, los directores de centros de arte y algún que otro espécimen especulador, afectos a una modernidad impuesta, elevaron a los máximos estamentos de la creación una más que mediocre fotografía y a sus pobres realizadores; autores de casi nada que se vieron cercanos al olimpo del arte con muy poco que ofrecer. Ahora, es evidente que la sensatez ha vuelto a imperar y el rigor y la seriedad han puesto a cada cual en su sitio; de esta manera, muchos de aquellos advenedizos que se sintieron grandes y los malos ejecutores fueron desterrados de un arte que requería infinitamente más seriedad que la que le quisieron dar los interesados santones de lo artístico. Así los nuevos Henri Cartier-Bresson, los Robert Capa, Man Ray, Brassaï, Gerda Taró, Dorothea Lange, Sebastiao Salgado o Cristina García Rodero, todos juntos, fueron sacados de una escena artística a la que no comprendemos muy bien cómo accedieron y por qué se les dio tan alta consideración.
Dionisio González es un artista con mayúsculas; uno de esos fotógrafos que no ofrecen duda, que tienen un poder artístico impresionante y que ha escogido, por determinación propia, conciencia creativa y supremo conocimiento del medio, la fotografía como modo de absoluta expresión. El artista asturiano, afincado en Sevilla, actúa desde un sólido lenguaje artístico, con la fotografía como riguroso sistema.
La exposición de Dionisio González lleva consigo una profunda e íntima historia. Cuando el artista tenía dieciséis años, perdió a su hermano Marcelo en un accidente de tráfico. Fueron momentos duros en la vida del chaval. Sus padres decidieron que viajase a casa de sus abuelos, vecinos de Sanlúcar de Barrameda, con objeto de que se apartara de la negrura existencial que había caído sobre aquella familia. La localidad costera, con su aplastante luminosidad y su definitorio ambiente exultante, hizo mella en la entristecida experiencia vivida por el joven asturiano. El encuentro con una nueva realidad cambió, por completo, la conciencia; de un vacío rompedor, de aquel agujero de negrura, se pasó a una superabundancia de claridades manifiestas. Surgían demasiados contrastes, excesivas luces en medio de un páramo agonizante. Contempló una ciudad bella que surgía en una abisal profundidad. Una ciudad que emergía en una desvaída soledad por la amargura de lo que le estaba tocando vivir. Dionisio González se refugió en las inmensidades del Coto de Doñana, hasta cruzaba en barcaza y pasaba allí las jornadas en interminables caminatas, avecindado por los pinos del Coto. Era una huida, un querer asumir la luz entre las sombras. Encontrar una especie de refugio entre tanta agónica imposición. Con el transcurrir del tiempo, aquel joven intentó buscar territorios solitarios, lugares que emergieran entre oasis; paraísos presentidos en medio de soledades manifiestas. Se empapó de arquitecturas y urbanismos y creó un paisaje particular, una iconografía a contracorriente, unos escenarios distópicos donde la realidad mediata e inmediata diluyeran sus fronteras. Así surge la obra de este artista. En ella se plasman escenarios distintos, únicos, reveladores de una existencia llena de inquietudes.
La fotografía de Dionisio González expresa ese espacio existencial en medio de una soledad aplastante; nos introduce en una arquitectura solitaria llena de quietud, que establece un diálogo con el entorno; un diálogo de soledades, de experiencias expectantes que establezcan posiciones únicas. Las casas de Dionisio González son asépticas, sin aristas desvirtuantes, como nidos acogedores que dejan ver y se dejan ver. Unas construcciones hipotéticas envueltas en misterio y en medio de una soledad consentida.
La fotografía del artista asturiano se aparte de los relatos sobre arquitecturas o sobre urbanismos, más o menos, presentidos. También sobre la fotografía al uso. En sus obras hay mucho más; existe una poética que envuelve la mirada de lo cercano; la metáfora del silencio, el paisaje de la añoranza. La obra de Dionisio González va mucho más allá del relato visual que ofrece la fotografía al uso; es un lenguaje único que expresa una realidad vivida, compartida pero, quizás, nunca asumida.
La exposición que se presenta en la bodega de la portuense calle Los Moros cuenta con el patrocinio de la Fundación Osborne y viene avalada por la galería sevillana Di Gallery, contando con la colaboración de Casa de Indias, el establecimiento hotelero de El Puerto que apuesta absolutamente por el arte contemporáneo, contando entre sus actividades el patrocinio de unas becas de residencia artística, además de la formación de una de las colecciones de arte más interesantes de cuantas existen en la zona.
Dionisio González es un artista cuya experiencia creativa supera la propia experiencia fotográfica, adentrándose por los parámetros de la arquitectura y, probablemente, del diseño. Su obra viene cuestionando los hábitos de la arquitectura moderna y, por extensión, la de las formas de vivir de una sociedad muy cuestionada por excesivas circunstancias. Es artista de mucha experiencia cuya obra está presente en muy significativas colecciones. Por tanto, su realidad creativa es imprescindible en el discurrir del arte más inmediato; sobre todo aquel que no se detiene en un único modo de expresión. Por eso, se encuentra en esos amplios territorios de las actividades multidisciplinares; esas que yuxtaponen circunstancias creativas, posiciones formales y registros plásticos. Su fotografía de poética arquitectura ha llenado de fortaleza y modernidad el programa expositivo del verano portuense.
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