La Virgen Niña Dormida de Zurbarán

Venga usted el domingo, después de la misa de una. Esas fueron las palabras de don José Luís Repetto cuando le pedí poder contemplar en persona aquel cuadro que sólo conocía por reproducciones. Lo había visto miles, millones de veces en esa foto en blanco y negro que aparecía en el desvencijado (por el constante uso que yo le daba) ejemplar de la guía de arte de Manuel Esteve que siempre estuvo en casa de mis padres. Hasta que un día me decidí a acercarme a la Catedral. Fue una suerte de rito de iniciación, la revelación de un misterio. Acompañado del deán y el sacristán, entré en la gélida sacristía y, tras abrir varias cerraduras, llegamos a un cuarto ni muy chico ni muy grande que en esta iglesia hace las veces de tesoro. Allí, dentro de una vitrina, estaba La Virgen Niña Dormida que le pintó Zurbarán a la noble dama Catalina de Zurita a mediados del siglo XVII. En una ciudad de pinturas reguleras y pintores mediocres como el bizarro Padre Palma, Losada y Montenegro, parecía mentira estar ante un lienzo tan hermoso.
La época barroca (tan en boga en los últimos tiempos) trajo consigo un cambio importante en el arte religioso. La Iglesia Católica trató de hacer la imagen de los personajes sagrados más atractiva al pueblo, en muchos casos haciéndolos similares a la gente de a pie. Era una manera de luchar contra la reforma protestante y contra su creencia en la predestinación (es decir, que uno desde que nace esta predestinado a salvarse o condenarse) pues Roma afirma que uno alcanza el Cielo o el Infierno según lo que haga en esta vida. De ahí que muchas pinturas y esculturas de esta época presenten a los santos como personas normales, tratando de demostrar que eran como quienes rezaban ante estas obras de arte y que con su vida virtuosa (al alcance de cualquier devoto) llegaron a la Gloria. Esto es precisamente lo que se plasma en el cuadro de la Catedral.
Una enorme mancha roja, una habitación insinuada por una silla y una pequeña mesa sobre la que reposa un cacharro de cerámica con unas flores, a modo de precioso bodegón, de cuadro dentro del cuadro. En el centro una niña, cualquier niña, todas las niñas a la vez, que se ha quedado dormida mientras leía. Esta escena tan sencilla adquiere toda su profundidad por el halo luminoso que rodea la cabeza de la durmiente. Lo que podría haber pasado en una casa hace cuatro siglos (teniendo en cuenta, eso sí, que no era frecuente que el común de los mortales leyese) se transforma en la representación de uno de los pasajes más importantes del Evangelio. María está a punto de recibir la visita del Arcángel San Gabriel y a partir de ese momento el mundo va a cambiar pues en su seno se encarnará Jesús, ese Mesías que la humanidad llevaba esperando siglos.
Tal vez mis lectores piensen que Monseñor Romero les está dando aquí la catequesis, pero les aseguro que no es esa mi intención, sencillamente trato de explicarles que esta delicia para los ojos tiene un hondo significado. Quizás, como han indicado algunos autores, la Virgen no esté durmiendo, sino meditando con los ojos cerrados sobre algún párrafo del Antiguo Testamento y quizás por eso una de las rosas que hay dentro del cuenco del fondo haya perdido un pétalo, como indicando el espacio de tiempo (puede que largo) que la Niña ha estado pensando.
Con todo, he de confesarles que no es el significado de este cuadro (interesante, por otra parte) lo que me apasiona, ni lo que le hace ser una obra maestra. La grandeza de esta pintura está en los detalles más sencillos. En esa cara sonrosada, el pelo, la mano que sostiene el libro, el manto azul y sobre todo ese vestido rojo que casi se puede tocar. Simplemente una mancha roja que es capaz de hechizarnos.
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