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Una forma moderna y atrevida de hacer del teatro de los clásicos, un espectáculo atractivo y dinámico

La crítica | Romeo y Julieta

La dirección de escena de Alfonso Zurro consigue transmitir la esencia de la obra de Shakespeare con originalidad y elegancia.

Una imagen de la representación de 'Romeo y Julieta' en el teatro Villamarta / Manuel Aranda

Aunque el libreto de la obra de Romeo y Julieta sea más que conocido. Aunque los enfrentamientos entre familias rivales sea una realidad en todos los tiempos y el amor y el odio sigan moviendo el mundo de los mortales, siempre nos podremos asombrar con propuestas originales y llenas de carga de intenciones como esta producción de la Compañía de teatro Clásico de Sevilla. Alfonso Zurro, una vez más riza el rizo de la osadía y se embarca en un nuevo acercamiento al relato de los dos jóvenes enamorados que acaban abrazando la muerte en vez de vivir bajo el yugo de los prejuicios.

Además, lo hace, como siempre, acercándose a mundos escénicos en los que tiene asegurado el conflicto mediático y la crítica constructiva abandonándose a una escenografía rompedora, a una iluminación fundamental, y a un vestuario simbólico de la España del siglo XX con la estética retro de la segunda república. Una alegoría de sus figurines y de sus acotaciones, para dotar de sentido la ruptura de la vida, la separación de ideologías o la lucha incesante del ser humano para hacer del mal su sentido de vida. Por su parte, la compañía de teatro clásico impregna de verdad la propuesta de este director, al que ya conocen a las mil maravillas y del que se nutren recíprocamente para hacer de la magia del teatro una apuesta expresiva, visual y dramatúrgica sui géneris. La mezcla de actores jóvenes con otros ya experimentados es una constante en esta compañía, pero en esta ocasión se deja más patente por la enorme frescura y fuerza hormonal del nudo de la propuesta. Todos a gran altura expresiva, en los registros de los personajes y en la facilidad de engranaje en los movimientos y en los diálogos.

Como era de esperar, la escenografía rinde culto al espacio del escenario, separando las zonas de movilidad con una estructura a modo de muro giratorio y vivo que durante toda la obra es el paradigma de los sentimientos de los protagonistas, y que con su rotación permanente deja entrever los mundos paralelos del libreto, las verdades enfrentadas y las mentiras a medias que según la perspectiva llegan a crear un ambiente teatral u otro. Una apuesta visual que está siempre presente en el centro del escenario y que es el enésimo personaje de la función. El más admirado. El mejor iluminado. El que da más juego de reacciones y el que hace más preguntas y ofrece más respuestas al espectador cada vez que se mueve. Pero sobre todo el que encierra la realidad de esta propuesta. Tanto por la fuerza que transmite como el deterioro como personaje hasta que se rompe en dos y no es capaz de recuperarse del devenir al que el libreto le tiene sometido. La sonoridad bien estudiada es la espoleta de todos los registros vocales. La fuerza del texto con sus versos blancos hace el resto. Una estructura escénica quizás flexible que acompasa cada mutis y cada entrada presentando a los personajes afines que dirigen sus frases a modo de coreografía vocal y corporal, y permitiendo, de manera secundaria, que la trama se desarrolle con un dinamismo repleto de intenciones dejando claro los ángulos de ataque de los personajes, las direcciones de los movimientos entre diálogos y la importancia de la colocación secundaria.

La dirección escénica es capaz de presentar una variada gama de los grandes registros de una obra teatral que se precie porque desde su papel disfruta utilizando los recursos escénicos como nadie: apartes bien estudiados y perfectamente destacados, juegos de enlentecimiento de las figuras de los personajes, el estudio de los estados de ánimo usando las diferentes alturas en escena, el uso del humo como elemento protagonista, duplicidad de personajes para un mismo actor, efectos especiales musicales dignos de los mejores momentos dramatúrgicos y sobre manera un ritmo frenético de texto shakesperiano adaptado a un libreto más accesible y moderno.

Un libreto perfectamente ensayado desde la elegancia y la delicadeza, donde los personajes no son sino muñecos dirigidos por las manos de un director de escena que los usa encima del proscenio, escalando los muros y encima de ellos como deleite de títeres ensimismados en sus ropajes. La figura de Shakespeare parece encontrarse en el Villamarta, asistiendo y dirigiendo las cuerdas desde el peine del escenario a modo de autor de leyenda mítico meciendo la cuna del diseño escenográfico de su mano derecha, Alfonso Zurro, en el corral de comedias en que el espacio escénico se convierte por unos instantes.

Más que sobre el odio o el amor, el texto analiza las desdichas sobre la vida y sobre la muerte. Desde una aproximación donde la pincelada tragicómica está siempre presente, la obra se encamina paulatinamente en su desarrollo hacia el terror duplicado de las dos caras de la misma moneda. La de la muerte de los protagonistas y la tragedia moribunda de una España abocada a una guerra fratricida. En el ritmo de las escenas finales se percibe el peso de los propios saltimbanquis, bufones o títeres en forma de jóvenes enamorados, familias enfrentadas o militares endiosados, ya cansados de tanta lucha, que no son sino la alegoría a ese festival de muñecos de trapo teledirigidos desde las alturas por esas miserias personales y sociales que son capaces de crear el caos más auténtico. El teatro clásico tiene muchas virtudes, pero entre ellas sobresale la inmensa capacidad de conseguir que el conflicto teatral esté siempre de actualidad. De servir de elemento distorsionante de la sociedad que lo pone en la mesa del pensamiento crítico antes de sacar sus propias conclusiones. Por ello, en ese viaje de introspección, los personajes están tan de actualidad como queramos cada uno de los espectadores. Por eso, esas cuerdas invisibles que mueven a cada personaje son las que les dan vida, las que, en realidad, nos puedan aparecer como personas de carne y hueso con corazón, que durante el nudo argumental se va desgarrando hasta romperse en dos. Aurículas y ventrículos separados metafóricamente al desgarrarse ese muro de contención que durante toda la obra ha ido sujetando los cimientos de las relaciones sentimentales de todos los personajes y que en el tramo final es incapaz de renacer llevando al desenlace que todos esperábamos.

Una historia, la de los dos enamorados, que son la base para seguir soñando. Una apuesta, la del desenlace, que Shakespeare ya intuía importante, por hacer pensar sobre el sentido de la vida, sobre las miserias y las pócimas que nos aturden a diario y sobre los venenos metafóricos de todo tipo que nos hacen buscar la muerte como kamikazes descerebrados. En teatro, la realidad supera a la ficción.

Obra: Romeo y Julieta. Texto: William Shakespeare Dirección y Versión: Alfonso Zurro. Compañía Teatro Clásico de Sevilla: Lara Grados, Iñigo Núñez, Ángel Palacios, Antonio Campos, Rebeca Torres, Amparo Marín, José Luis Bustillo, Santi Rivera, Luis Alberto Domínguez. Teatro Villamarta. 22 de octubre de 2021.

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