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De aquí a la eternidad

Cepero abraza su guitarra con sentimiento en un momento del concierto que ofreció en el Villamarta el pasado sábado.
Francisco Sánchez Múgica

03 de noviembre 2008 - 05:00

Según su definición, el autorretrato es uno de los ejercicios de análisis más profundos que puede hacer un artista. Tras años de búsqueda interior y de madurar sus hallazgos musicales, Paco Cepero ha sabido pulir virtudes y defectos, excesos y carencias, hasta encontrar un equilibrio armónico y milimétrico que lo presenta ante el público como un artista más que sobresaliente, tan capaz de derrotar la egolatría y consentir protagonismo a otros como de escuchar sus propios silencios a cada nota y acorde. Un artista capaz de recordar sus fructíferos años de tablao y acompañamiento, como de depurar lo negativo de aquella etapa más alejada de su herramienta de creación: la guitarra. En eterno retorno. Hasta volver a ser aquel muchacho al que su padre compró sus primeras seis cuerdas en el Crédito Jerezano por 525 pesetas. Ya ha llovido.

En un cúmulo de lo anterior se inspiró el memorable recital que ofreció en la noche del pasado sábado en su tierra, en el Villamarta. Una noche a medio camino entre el homenaje a la memoria sentimental y el tributo en familia (con regalos y flores de parte de sus nietos incluidos). Porque lo cierto es que Cepero no sólo prendió fuego a base de bordonazos a las cuerdas del par de bajañís que agarró para la ocasión, sino que provocó una hoguera de sensaciones en el patio de butacas con una invitación a la retrospectiva plena de emoción y brillantez. Desde Noche andalusí, con la que una vez más abrió su recital, hasta Aguamarina, su emblema compositivo, todo lo que propuso el músico jerezano fue atinado, sincero y vibrante. Tan reseñable fue que se desnudase como cantautor al recordar aquel Amor, amor, que le dio la llave del éxito, y lo acompañase de Nube de tormenta, el poema que compuso para su mujer y popularizó Agustín Pantoja, como que cediera por un momento todo el protagonismo escénico a Mercedes Ruiz y Elu de Jerez, dos lujazos que tardarán en borrarse de la retina.

En el caso de la primera, pasó por el proscenio como un torbellino rutilante. Fue asombroso como sucumbió el zapateado que ejecutó Cepero, Caireles, a la garra geométricamente perfecta de la bailaora de La Plazuela. Un portento de brazos y pies que agiganta su figura a cada ráfaga que regala. Olé por el maestro y su acierto a la hora de rodearse en una velada tan sumamente especial.

Un concierto del que, a decir verdad, es complicado elegir un único instante. Fueron muchos los momentos en los que el heredero de los maestros Molina y Del Águila, genios olvidados, logró la conexión con el público. Anduvo éste entregado e identificado con unos pasajes, con unos acordes, en los que siempre primó, como es marca de la casa, el vello a flor de piel y la sensibilidad frente al virtuosismo de escaparate y los fuegos de artificio.

No es una cuestión de poseer o no los conocimientos y tener sobradas facultades, que seguramente estén algo mermadas por ese medio siglo sobre los escenarios, sino que es más bien un asunto de convicción. La naturalidad como forma de ser, estar y tocar. Lo superfluo y la filigrana sin alma se queda para otros.

Apareció su sensibilidad en esa seguiriya cabal trufada con el recuerdo a la zambra de La niña de fuego. O en los trémolos de su rondeña, que mezcló los aires de Arco de piedra con Pueblo blanco, mucho más melódica y rítmica, más pegadiza. Por no hablar del golpe de caja frenético de Plazuela, la más destacada de cuantas bulerías ejecutó y que está dentro de Abolengo, su último trabajo publicado hasta la fecha.

Bien escoltado por tres guitarras, un bajo y el delicado y exquisito violín de Sophie Quarenghi, que en ningún momento interfirieron ni chirriaron, el plazuelero tocó sin solución de continuidad, como si de una enorme suite con lo más granado de su obra musical se tratase. Engarzó los temas casi sin receso durante una hora y media larga que pasó volando. Entre rasgueos y picados, el maestro se lució en la taranta, en los tangos de Cartuja y cuando, casi en la recta final de la noche, firmó la balada Serenata andaluza. Composición en la que la pareja de bailaores formada por Juan Antonio Tejero e Irene Carrasco tejió un paso a dos preñado de absoluta sensualidad y contención.

Más allá de la maestría que ha ido adquiriendo con el paso de los años, el guitarrista y compositor jerezano se ha reconciliado para siempre con su sonanta, con la que es capaz de escribir un lenguaje propio y personal, algo que nadie puede negar, como única vía de perpetuarse y trascender en la vida y las artes. Y lo más positivo es que su toque, su forma de entender la música, se ha revalorizado en vida, cuando todavía tiene muchas cosas que decir y experimentar sobre los escenarios. Lo importante, más si cabe en una sociedad tan amnésica como la actual, es que los premios y homenajes le llegan ahora, cuando pueden estimularle más e invitarle a acrecentar la huella indeleble que seguro dejará en el flamenco.

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