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'Santo Tomás de Aquino' | CRÍTICA
'Santo Tomás de Aquino'. G. K. Chesterton. Traducción de Padre Honorio Muñoz. Renacimiento. 200 páginas. 17 euros.
Por Navidad (o lo que antaño era el acontecimiento del pesebre), uno vuelve a Chesterton para releer El espíritu de la Navidad, libro, como todos los suyos, combativo, humorado y bondadoso, lo que nos reconcilia, siquiera por unas horas, con las llamadas fechas entrañables. Aprovechando el 150 aniversario de su nacimiento, este año tenemos a bien aliñar el preludio navideño con el otro gozo lector que nos trae el orondo y católico escritor inglés. De ahí la presente, la que es considerada su última gran biografía: Santo Tomás de Aquino.
El lector avisado apreciará que las cuitas que ocuparon al autor de la Summa Teologhiae son las mismas que también avivaron la atención de su particular y entregado biógrafo. Entre ellas, la lucha contra la idiocia y la ignorancia (de una vigencia actualísima en la era de la posverdad y la hiperconexión gregaria). La devoción por el santo del Medievo es compatible con la crítica social que hizo suya el autor de otras biografías (las dedicadas a Chaucer y San Francisco de Asís). En cada bosquejo humano, en la taracea de cada perfil, Chesterton solía decir, con agudo ingenio, que en cada biografía quería mostrar un cuadro, pero presentando antes una figura en un paisaje y no un paisaje con figuras.
Hijo y docto cacumen del siglo XIII, Tomás de Aquino, patrón de universidades, recibió los influjos del platonismo por Agustín de Hipona y del aristotelismo a través de Averroes y Maimónides. Su gran obra, apuntada por Chesterton, muestra a uno de los padres de la escolástica, allí donde el cristianismo se armoniza con la herencia grecolatina. Este libro, incide su autor, no está escrito sólo para el lector católico y conmilitón en la fe romana. De hecho lo ha pergeñado justo para quienes no comulgan, valga el símil, con el credo del también llamado Doctor Angélico como padre de la iglesia. Por eso habrá de interesar a cualquier lector no prejuicioso, igual que nos podría seducir la vida y obra de Confucio o de Mahoma. “La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza”, decía el sutil polemista.
De fondo (recuérdese, la figura en el paisaje y no el paisaje con figuras), el lector llega a congeniar con la predilección que Chesterton sentía por las luces de la Edad Media. Nada menos oscurantista, en su particular decir, que el largo entretanto de los siglos medievales.
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