Vargas Llosa, la quimera y el minotauro
Muere Vargas Llosa
El autor, que ha muerto a los 89 años, representó como nadie las dualidades del ser humano: fue uno de los mayores prosistas de la lengua española y también un personaje público a veces desconcertante.
Mario Vargas Llosa, entre la obra y la propia vida

A la hora de tener que hablar de Vargas Llosa, de uno de los mayores prosistas de la lengua española del siglo pasado y también de uno de sus mayores maniquíes, uno se acuerda de aquella fábula de Henry James en la que un popular escritor, adorado por el público, esconde una doble persona. El primero es un caballero atildado, de dientes blanquísimos, que saluda a las visitas en las recepciones con maneras propias de príncipe heredero; el otro, secreto, oculto en una habitación en tinieblas, una criatura desgreñada y pobre que no cesa de llenar cuartillas a salvo de las miradas ajenas. Esta naturaleza dual pervive en el hombre que se nos acaba de ir ahora: todos los escritores, pero él más que ninguno, son esa combinación misteriosa de una obra, un estilo, una sucesión de páginas que el lector cómplice recorre en su intimidad entre la admiración y el deseo; pero también un desconocido estrafalario, irremediablemente ajeno, que posa en las revistas o dice cosas extrañas ante el micrófono de turno. Tratar de ensamblar a ambos, de convertirlos en un único animal, se convierte en una tarea mitológica, como aquella de que surgieron otras viejas contradicciones como la quimera y el minotauro.
El Vargas Llosa de sus lectores era una cadencia exquisita, sabiamente manejada, una manera de escribir que, por desgracia, se nos muere del todo después de la desaparición, ay, del último mandarín del boom sudamericano: es dudoso que después de este mutis nadie siga manteniendo esa devoción por el lenguaje, ese talento para escribir con todo el idioma (que diría Kipling), la ambición por forjar una obra que, independientemente del tema, confíe toda su potencia (y es mucha) al nervio central de las palabras. Daba igual de qué escribiera, Vargas Llosa siempre lo hacía bien: a la tercera página, la gratitud por esa orgía perpetua nos hacía olvidar con facilidad que estábamos recorriendo una crónica de juventud, una novela picaresca en clave política, las memorias de un dictador, la biografía de un iluminado en las selvas del sur. Como todos los monstruos canónicos a los que imitó y de los que se propuso ser sosias (así, Flaubert), Vargas Llosa se demoraba en vastas novelas de cientos de páginas, en historias torrentosas llenas de afluentes y expletivos, que nos convencían con su solo volumen de la fuerza promiscua y la fecundidad inagotable de la literatura.
La gratitud por esa orgía perpetua de su palabra nos hacía olvidar con facilidad que estábamos recorriendo una crónica de juventud, una novela picaresca en clave política o las memorias de un dictador
Pero sí, lo sabemos todos, estaba el otro. En una página no muy citada de su mayor novela, Cortázar (que fue mentor de Vargas, como él lo llamaba, antes de que Vargas lo pusiera a parir en un prólogo famoso), un personaje se acuerda de Picasso y se pregunta por qué no hay alguien que dispare contra los artistas antes de que ellos disparen contra su propia obra. Parece obvio que este señor con la traza impecable de un galán de telenovela hizo lo imposible en sus últimos años (y no tan últimos) por borrar todo el regusto a entusiasmo y maravilla que había dejado en el paladar de sus lectores más jóvenes: primero la carrera política en el peor sentido sudamericano de la palabra, luego aquellos artículos en que el café del domingo se volvía de pronto agrio, luego esa levita con alamares y los premios en palacios cuajados de lamparones, y en último lugar, humanus sum, el lío con la princesa de los azulejos y el calvario por las revistas de papel couché, donde, aseguraban los maledicentes, él siempre exigía un protagonismo mayor que el que se le daba. Pero me niego a que este párrafo de mi despedida sea más extenso que el anterior y por eso me detengo aquí.
Me despido con un recuerdo personal, que es siempre lo que al final resume todo. El día en que Juan Cruz me lo presentó en Madrid, conocí a un hombre alto y bien plantado, de una amabilidad invencible, que apretaba con fuerza la mano al saludar. Dos detalles me persiguen desde entonces: el pañuelo, de probable seda, que le envolvía las solapas de la americana; y la energía de aquellos dedos, de aquella palma, de los que, teclas o bolígrafos mediante, habían brotado tantas cosas brutales y bellas.
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