Queridas cosas viejas

La voz tras el escenario | Crítica

Atalanta publica la “antología personal” en la que el gran historiador y crítico italiano Mario Praz reunió, poco antes de su muerte, una amplia muestra de su obra

Mario Praz (Roma, 1896-1982).
Mario Praz (Roma, 1896-1982).

La ficha

La voz tras el escenario. Mario Praz. Trad. Pilar González Rodríguez. Atalanta. Vilaür, Girona, 2025. 592 páginas. 49 euros

Pese a su condición excéntrica de autor ampliamente reconocido, pero también caricaturizado en vida por algunos representantes de la filología académica, no puede decirse que la posteridad de Mario Praz haya sido esquiva y tiene algo de justicia poética el que sus libros sigan siendo reeditados y leídos mientras los de muchos de los profesores que lo catalogaban de diletante –o lo difamaban con chismes maliciosos– acumulan el polvo de las bibliotecas universitarias. Desde sus propios orígenes como hijo de un banquero y una aristócrata, todo fue excepcional en el itinerario de un erudito que se distinguió también como viajero, bibliófilo y coleccionista de arte e interiorizó los objetos de estudio hasta asimilarse él mismo a una figura de otro tiempo. Su carácter más bien atrabiliario y esa cualidad indefinible que los italianos llaman sprezzatura, la peculiar forma de distancia que teorizó Castiglione en El cortesano, no ayudó a ganarle amigos entre sus colegas menos brillantes o más estabulados, aunque ya en su juventud había gozado de la alta estima de personalidades como Giovanni Papini, T. S. Eliot o Eugenio Montale y fue desde muy pronto celebrado por su condición de precursor del diálogo entre disciplinas.

‘La casa de la vida’ es uno de los grandes libros memorialísticos del siglo en cualquier lengua

La obra de Praz ha tenido buena acogida en España donde podemos leer, por mencionar sólo las ediciones más recientes, la magistral La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1930) y su tardía continuación El pacto con la serpiente (1972), ambas disponibles en el catálogo de Acantilado; el maravilloso ensayo autobiográfico La casa de la vida (1958) –el título alude a la suya del Palazzo Ricci en la Via Giulia, luego trasladada al Palazzo Primoli de Via Zanardelli, centro de gravedad de uno de los grandes libros memorialísticos del siglo en cualquier lengua–, publicado por la Institució Alfons el Magnànim y más tarde por DeBolsillo; dos de sus ineludibles monografías, Imágenes del Barroco: estudios de emblemática (1964, Siruela) y Mnemosyne: el paralelismo entre la literatura y las artes visuales (1971, Taurus), y dos de sus tempranos y nada complacientes libros de viajes: el dedicado a España, Península pentagonal (1928, Almuzara), que se aparta en casi todo de la tópica imagen construida por los viajeros foráneos, y el no menos original que consagró a Grecia (1931), rescatado por Elba. De algunos de estos libros, y de otros como Gusto neoclásico (1940), Flores frescas (1943), Motivos y figuras (1945), La casa de la Fama (1952), Viaje a Occidente (1955) o El jardín de los sentidos (1975), hay muestras en esta preciosa “antología personal”, originalmente publicada por Adelphi en 1980, que Pilar González ha traducido para Atalanta y llega a nosotros con la cuidada envoltura que es marca de la casa.

Dada la afinidad, sus obras de crítica, como señala él mismo, son “confesiones implícitas”

Praz escribe, muchas veces con ironía, sobre temas, escritores o artistas que le son de algún modo afines, y por ello sus obras de crítica, como señala él mismo, son “confesiones implícitas”, pero en La voz tras el escenario es apreciable el propósito de mostrarse en mayor medida. Su “gabinete de curiosidades”, escogidas y ordenadas sin atender a la cronología de la redacción, está formado por piezas en su mayoría breves y acoge temas de lo más variado: los poetas metafísicos ingleses, el motivo barroco de la vánitas, Winckelmann, el estilo Imperio, Piranesi, la “belleza medusea” de los románticos, D’Annunzio, los “viejos coleccionistas”, los retratos del tipo conversation piece, las figuras de cera en la literatura, la escuela simbolista, el decadentismo, “las bellas naves y las bellas casas”, la civilización de las villas o el final del verano.

La razón de la pervivencia de Praz no es otra que la lucidez y la elegancia de su escritura

De autores como sus admirados Charles Lamb o Thomas de Quincey, figuras de referencia en el tránsito de la sensibilidad dieciochesca a la edad romática, aprendió Praz, devoto y experto conocedor de la literatura inglesa, una forma de cultivar el ensayismo que es a la postre, por encima incluso de su perspicacia crítica, lo que ha garantizado su proyección fuera del ámbito de los especialistas. Para cualquiera que se acerque a sus libros, la razón de su pervivencia está clara y no es otra que la lucidez, el encanto y la elegancia de una escritura que se sitúa a años luz de los ejercicios de erudición en los que se complacen los meros especialistas, cuya lectura puede ser útil si se trata de obtener información, pero raramente ofrecerá algo parecido al placer que procuran los libros que dejan huella. De la atención a los detalles, del cúmulo de sugerencias que proyectan las “queridas cosas viejas, muertas y extrañas”, pero en el fondo vivas, capaces de volver a germinar en los espíritus que las acogen, nace el aliento poético de una prosa donde se alza un mundo autónomo que no refiere a la realidad sino como recreación emancipada.

Charles Lamb (Londres, 1775-1834).
Charles Lamb (Londres, 1775-1834).

Un fiel autorretrato

Abarcando un arco de más de medio siglo, desde mediados de los años veinte hasta mediados de los setenta, los textos de la antología configuran un indirecto pero fiel autorretrato del hombre y sus intereses. Fue el mismo Praz quien señaló, como ya hiciera De Quincey, el influjo de los cuadros popularizados por el Spectator de Addison en la obra de Lamb, donde “el carácter del escritor colabora en una corriente subterránea al efecto de la cosa escrita”. Desde que tradujo, incitado por Papini, los Ensayos de Elia, Praz no dejó de señalar su deuda con el escritor inglés, hasta el punto de reconocer –en el mismo bienhumorado prólogo de estas Voce dietro la scena– que sus propios ensayos fueron “rebrotes o una segunda hierba en el mismo campo donde florecieron” aquellos, en tanto que “rozan ese mundo más íntimo de la fantasía y del sentimiento que fue el territorio propio de Charles Lamb”. Denostado por esteticista, Praz fue más bien un esteta, acuñación que designa no sólo el amor por el arte y la literatura sino el deseo de llevarlos a la vida, transfigurando lo que cualquier existencia tiene de vulgar en una alta creación que en su caso –el de un confeso antimoderno– se religó al imaginario de los siglos antepasados. Si sus predilecciones son en buena medida las nuestras, no es casualidad, pues en no pocos casos –así los del mismo Lamb o Algernon Swinburne o Max Beerbohm o su gran amiga Vernon Lee– fue su obra crítica la que nos estimuló a leerlos o a leerlos de otra manera.

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