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Había nacido en el número 6 de la calle Santa María de la Merced, arteria que une las calles Nueva y Merced. A esta última se trasladó años después. Rosario Blanco del Toro vino al mundo un 10 de junio de 1931 en el seno de una familia flamenca de Santiago, cuya banda sonora no era otra que el compás por bulerías de las fiestas espontáneas que se daban a la vuelta de las labores del campo. Su mismo barrio la despide entre lágrimas desde la noche del viernes, momento en el que La Majuma dijo adiós al mundo de los vivos definitivamente, tras un mes en el hospital.
Hablar de Rosario es describir la historia de una mujer valiente y de mentalidad abierta. Ni sus años le arrebataron la picaresca chistosa de sus palabras, su sonrisa inconfundible y su desmesurado desparpajo. Quizás, sólo quizás, se le pegara algo de su vecina María Valencia 'La Martine', otra gitana del barrio que cuando hablaba había que atenderla y disfrutar de su ángel. Compartieron el patio del número 26 de la calle Merced durante más de dos décadas, hecho que las unió para siempre tal como si de la misma familia se tratase. Ambas sólo tenían que cruzar de acera para adentrarse en la, por entonces, pequeña y coqueta peña Tío José de Paula en la que compartían ratos impagables en juerga flamencas con otras como Tía Juana la del Pipa, Manuela y Dolores La Chicharrona, o los habituales Curro de la Morena o José Vargas El Mono. Todos ellos en la Gloria.
A su peña asistió a la gran mayoría de eventos hasta que su salud se lo permitió colaborando en lo posible y participando en numerosos fines de fiesta cuando el cantaor en cuestión lo requería. No era de hacerse rogar, sí de hacerse notar. Destacaba por su elegancia en las muñecas, su acicalada imagen y su personalidad. No le faltó su pañuelo de lunares o su mantón de flecos cada vez que levantaba los brazos. Mantuvo el prestigio del baile por bulerías de Jerez, ese que no se aprende sino que se hereda, el único. A Rosario le gustaba la feria, pasear el Miércoles Santo por Santiago desde temprano, se apuntaba a las excursiones a El Rocío que organizaba su peña, disfrutaba con su desayuno en La Moderna, se acercaba a comprar a La Plaza.
Había que contar con ella para la Fiesta de la Bulería, para los Viernes Flamencos, estuvo en la reapertura de la Iglesia de Santiago, en el hermanamiento de la peña Tío José y la peña La Bulería, su vitalidad era realmente sorprendente.
Santiago, testigo de su despedida, llora la marcha de una gran mujer que luchó por sus tres hijos, Luis, Manuela y Pastora, y que mostró al mundo las hechuras del baile más jondo. Una gitana cabal que hacía los pestiños para reventar y que siempre fue la sonrisa de la fiesta.
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