El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Hay quien dice que se nos ha ido Fernando Botero. Yo no lo creo, porque lo que no puede ser, es imposible. Aún así, será difícil asumir esta nueva dimensión que, a partir de ahora, tomará este insigne colombiano que nos descubrió una nueva vida redonda y voluminosa. A veces inmensa, como inmensos eran sus sentires y sus sentidos.
Hombre fundamental en el arte contemporáneo, Botero resultó trascendental por su creación neoformalista del color y de la cadencia humana, del dolor y la alegoría que reflejaba magistralmente en cada instante de su obra. Removió el Quattrocento, proyectándolo hacía combinaciones que hablaban, que contaban historias infinitas de seres universales; hacia expresiones de sentimientos y de sentidos; hacia tragedias que cuelgan y se mecen en cualquier espacio mayor o menor.
Siempre supo entrar como nadie en la observación de las gentes, en sus corazones. Dolorido por la historia negra y consecutiva de su amada patria, Colombia, mostró al mundo la situación de su pueblo desde una ironía policroma, mitad sufrimiento y mitad esperanza.
Con sus figuras rotundas, consiguió abrir el pintor las almas a la reflexión sobre los hirientes tópicos occidentales, forjados en la conciencia del culto a lo superficial que desprecia la maravillosa diversidad del ser humano. Así, nos reveló la existencia de otra forma de belleza, que huye de los contextos de una imaginación que concibe la corrección de la obesidad como un error humano. Los espacios libres de aire y la luz de su obra, ofrecieron una nueva interpretación de esa otra realidad vital que propone un deslizamiento interno de la otredad.
Recorrió el mundo como viajero y con él llevó su particular e inconfundible obra. Desde lo taurino hasta la pasión de Jesucristo, todo lo analizó Botero de manera circunstancial. Desde la alabanza a la crítica de una sociedad que obviaba la gran realidad humana; desde la evidencia de un pensamiento infinito que abarca lo real y lo irreal, lo que es y lo que nunca fue; desde la concepción de la belleza de la deformidad con la denuncia de la contradicción de un poder que ridiculiza los extremos, mientras nada en el abuso sobrepasando cualquier límite. Por eso, jamás hubo contradicción en Botero. Nunca acotó los espacios a esa creación que lo genera todo desde el concepto de la libertad como un derecho propio del ser humano.
El genio nunca muere porque la generosidad y la belleza de su trabajo se adhieren al paso de las hojas del tiempo. No, Botero no ha muerto, sólo ha ido a buscar nuevos colores.
Envío el sentimiento de su pérdida física y la exaltación perenne de su grandeza inmortal a su encantadora hija Lina.
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