El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Desde la espadaña
Como la niña era fea le pusieron Dorotea: boca sumida, barbilla prominente, frente abollada, nariz sicaria y labio leporino. Bizqueaba de un ojo e intercambiaba la fijación con el otro, de tal suerte que no sabías si te miraba del bies o por derecho; pero tenía toda la graçia del mundo. Abría la boca y era jartarse a reír del arte que tenía. Su puesto en la plaza estaba abarrotado. Le acompañaba una voz agradable, de tal suerte que, si cerrabas los ojos, pareciera oírsele cantar una sinfonía de frutas, como si fuera de Händel el producto que vendía. Tenía la mujer un no sé qué, destrozando, de hecho, los cánones de la fealdad. Era bonita en lo que no se veía y gozaba de la simpatía y el cariño de cuantos se le acercaban. Desde entonces supe que belleza y fealdad son conceptos que se implican mutuamente, y convendría considerar a la fealdad como antítesis de la belleza, hasta el punto de que bastaría definir la primera para saber qué es la segunda. Sólo que, al acordarme de Dorotea, ya no sabría dilucidar quién y cuál deba ser la cualidad de una u otra, ni qué criterio seguir para definir la estética bella o fea, que parece y no lo es. A veces las manifestaciones de la fealdad son más imprevisibles de lo que comúnmente se cree. Lo que nos produce repulsa, por razones de deformidad, suele darse la mano de conmovedora compasión y sentimientos nobles. Así es que aquello que consigue producirnos rechazo por su asimetría pudiera hacernos brotar sentimientos nobles y ser la causa de más belleza que si de la beldad se tratase. No es esta fealdad la que me produce rebote, que, después de todo, tiene que ver con el convencionalismo de medidas simétricas griegas, e incluso anteriores. En cualquier caso, la naturaleza es sabia. Lo que me pone en alerta y viola mis sentimientos está en esa otra línea decadente y cuasi diabólica que se viene manifestando entre la sociedad más endeble y fácilmente influenciable. En la Semana Santa, por ejemplo, que ha sido un exponente de estéticas sublimes en tantas cosas, he vivenciado en su entorno, y a veces dentro, presencias terribles y perturbadoras, casi de abismo repulsivo, entre friki y fantasmal, que descubre una vena iconográfica insospechada. Las deformaciones del cuerpo producen compasión; en cambio los atuendos, apósitos y accesorios penetrados entre piel y ternilla nos provocan extrañeza y desorden existencial.
Este año ha habido un desenjaule especial; como si hubiéramos estado rodeados de locos y presencias perturbadoras. Uno está acostumbrado a encontrarse con cierta clase de fealdad en la deformación física y hasta espiritual: falta de armonía, cierto desaliño y algún que otro desgaire aceptable; pero lo que he visto, entre los trasiegos de gente, me ha transmitido julepe. El feísmo indumentario se ha posicionado, y de qué manera: un repaso por lo tosco, sucio, insulso, hechicero, casi satánico y repelente; sin entrar en los efluvios a yerbas que, amén del incienso, se exhalaban por los recorridos paralelos de las cofradías. Algo fétido y nauseabundo, entre repulsivo y repelente, está ocurriendo en la sociedad. Acaso sea yo un poco exagerado, por esa sensación de haber vivido el contraste entre tanto excelso para luego descender a lo prosaico; o tenga que decir ¡qué hermosa es la fealdad, lo indecente y repulsivo! Convendrán conmigo en que lo estrafalario está tomando cuerpo en la sociedad. Y como debo estar pasado de época, o porque no tenga las entendederas precisas, me resulta grotesco, que, entre tanta gente lozana, se porte determinado modo de atuendo y acicalamiento, que van como si fueran un despropósito. Dicen de Éfeso, pueblo de la antigüedad, que, siendo tan ostentoso en sus cosas, rayaba en lo ridículo y extravagante, y de ese ser tan estrafalarios se derivase 'adefesio', esto es 'ad efhesios'. Ya San Pablo escribió una Carta a los Efesios. Sea como fuere, o porque algún incauto se equivocase al leerlo en una celebración solemne, se ha quedado lo de 'adefesio' como sinónimo de lo que acabo de denunciar. Aquellos ciudadanos, que eran gente muy suya, prefirieron quedarse con el bello templo de Artemisa a entrar en la rica palabra de Jesús, con lo que el sabio Saulo no pudo hacer otra cosa que perder el tiempo. Fue tanta la penalidad que pasó el apóstol en aquel lugar, que, no es de extrañar, saliera de allí abortado y hecho un 'adefesio' de tantos ataques recibidos. (Aunque después recibieran a la humilde María). En cualquier caso, a lo que voy, el modo como percibo el ropaje de nuestra liberal sociedad está en la línea del despropósito. Lo que la sátira ridiculizaba parece que ahora se exalta; lo desagradable, que era motivo de burla, se ha convertido en tendencia; de tal modo que lo feo parece convertirse en una forma de vida, quizá un ejemplo más de la fascinación, no siempre crítica, por lo abyecto y lo truculento a lo que nos lleva la moral líquida y variable que tira por tierra cuanto hay de permanencia, tradición y fundamento. No quisiera creer que la indumentaria rota sea expresión del desgarro neuronal de quien la luce; o, acaso, los tatuajes quieran revindicar fidelidad eterna, si no en el cerebro, al menos en la epidermis de quien los lleva. No os extrañéis que cualquier día, sobreponiéndome del absurdo y emulando al apóstol, escriba una Carta a los Adefesios.
También te puede interesar
El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Entrando en agujas
Bernardo Palomo
El nuevo gran cambio
Desde la espadaña
Supersticiones
El parqué
Subidas moderadas