A. Salido

El Caudillo

13 de junio 2024 - 00:00

Pocas palabras tan manoseadas como ‘democracia’. Si, tras la muerte del entonces Caudillo de España y de La Cruzada por la Gracia de Dios, las cortes franquistas la importaron como un maná proteico y modernizador, casi cincuenta años después se ha convertido en una aljofifa, en un estropajo de esparto, del que todos usan y abusan.

En defensa de la democracia mienten los políticos. En defensa de la misma democracia se defiende la corrupción. La misma democracia permite que se perpetúen en el poder facinerosos que no son elegidos por el pueblo, sino por los prebostes de los partidos.

La explicación está en que no existe una sola clase de democracia. Max Weber distinguía la democracia parlamentaria, en la que el Parlamento es el órgano central y el parlamentarismo su sistema; de la democracia plebiscitaria. En esta última, se parte del carisma que los seguidores atribuyen al jefe o al héroe, al que se entregan con plenitud. En este sentido, el franquismo fue una democracia plebiscitaria, hasta el final de sus días, para sonrojo de los rojos. De ahí que Weber ilustrara como demócratas de esta clase a toda suerte de dictadores, revolucionarios, demagogos, incluso, funcionarios municipales carismáticos.

Lo característico de estas democracias, llamadas también de caudillaje, es su alto contenido emocional. La entrega y confianza en el líder se produce de un modo emotivo y espontáneo. En centro del sistema deja de estar el Parlamento para colocar al líder. Esta aberración permite afirmar que una democracia crece, pero el liberalismo constitucional disminuye. Se habla entonces de democracias defectuosas en las que se manifiestan vicios sobre el Estado de Derecho, la división de poderes o el control del líder gubernamental.

Menos mal que esto no pasa en España. Ocurre lejos de aquí. En Rusia, Corea del Norte, la China Popular. Aquí seguimos siendo la tierra de María Santísima...¡Por la jeró!

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