El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Caminar me permite descubrir lo que ignoro de mí, recorriéndome por dentro, desde fuera. No he encontrado mejor fórmula de autoanálisis que un paseo matinal, a esa hora en la que un sol perezoso comienza a dinamizar a un mundo sedentario. El pretexto de todo caminante es llegar a un destino, pero yo sólo aspiro a encontrarme en el camino. A veces, lo consigo, porque percibo una sincronía entre mis órganos vitales, que se mueven a buen ritmo, y la mente que coordina adecuadamente todas las funciones. No hay cansancio y, a cada paso, la sensaciones van mejorando, noto plenitud física y lo andado no pesa. Ese bienestar, es el mejor síntoma de que aún puedo seguir caminando, viviendo, sintiendo, sufriendo, riendo, soñando, queriendo, recelando, conociendo…
Habitualmente, salgo de casa animado, respirando aire fresco, estimulando los sentidos. La ruta siempre ofrece matices novedosos, atractivos: gotas de rocío, tierra húmeda, restos curiosos sobre un suelo alterado por el viento o la lluvia, cual asombroso mosaico o retablo natural, vanguardista y cromático, despertando mi creatividad al descubrirlo. Cojo ideas, nutrientes para el intelecto. Me apasiona observar las grietas que se generan en los arcenes, los brotes de hierba que se abren paso, retorcidos o alargados, pezuñas de animales sobre la arena, los caracoles que confunden su hoja de ruta y acaban como barcos varados, la escarcha que da paso a huellas solares, cristalinas, que se confunden con los cantos rodados, sucedáneos de meteoritos.
No preciso mirar al frente. ¡Hay tantos universos bajo mis pies que desconozco! Y los pasos que doy, no dejan huella, diría que levito sin dejar marcas, sólo contemplo y camino. Sólo eso, ando, pienso y respiro, con el corazón a su ritmo. Apenas sudo y cada vez encuentro más fuerzas, un espíritu renovado, andarín, liberado, curioso, gestual. Los pájaros comienzan a levantar el vuelo, en bandada o en exploraciones individuales, calentando alas. Hormigas, saltamontes, lombrices, grillos y escarabajos siguen destinos inciertos. Todo está en movimiento, aunque parezca detenido. Despiertan las flores, promiscuas a la polinización, hermanas diminutas de los árboles, eminencias de sabiduría y quietud, ejemplos de serenidad y paciencia. Mi mente retiene todo lo que transcurre mientras camino. A veces, me estremezco e incluso vierto lágrimas de emoción, puede que también por nostalgia. Así, caminando, confirmo que, en el fondo, no sé nada, ni soy nada, sólo un caminante inquieto, que observa su cuerpo y lo que le rodea, una partícula en la inmensidad que percibe aire, sol y dimensión natural, grandiosa.
Pero no todos los paseos son iguales. De hecho, hace unos días me planteé seriamente dejar de caminar. Jamás hubiera pensado sopesar algo así, pero ocurrió. En un principio, estaba resultando un paseo tan emotivo y revitalizante como casi todos: solitario y constructivo, puro, sin notar cansancio, reciclándome en todos los aspectos. Recuerdo que aún no había amanecido, el alba se demoraba. Hacía frio y algo de humedad. Yo caminaba dejando pasar el tiempo, mirando al suelo, sin ver apenas luz. Paso a paso, el sol comenzó a dibujarse levemente entre los surcos del camino, pero la atmósfera era plomiza, opaca, como una noche cerrada, ciega. Al llegar a una ladera, miré al infinito y clavé mis ojos en el horizonte. No daba crédito a tanta belleza: ríos de niebla serpenteaban los valles, como si el cielo, cargado de nubes, hubiera caído súbitamente sobre el suelo, en tierra firme. Esponjosos cúmulos, entre blancos y grises, circundaban montañas y colinas, fagocitando árboles y rocas. El paisaje me invitaba a creer que, por un momento, Dédalo y su hijo Ícaro me habían cedido el espacio aéreo para volar, aunque yo caminaba. Mis ojos sólo atinaban a ver cirros, estratos y nimbos alargados sobre el suelo.
La sublime experiencia era fruto de una persistente niebla matinal, majestuosa y extensa, que despertó en mí una curiosidad casi infantil. Quería bañarme en ese mar de nubes. Para ello, debía acercarme a su profundidad espumosa, adentrarme en lo desconocido y me encaminé hacia ese bosque nebuloso, intrigante. Caminaba y, a cada paso, notaba que el sol se iba debilitando, la visión se hacía dificultosa, difusa. De repente, se rompió el encantamiento. Al ladrido de unos perros, le siguieron varios disparos secos: ¡Pum, pum, pum! Y volví a poner los pies sobre la tierra. Apenas podía ver, me estremecí. Noté un fuerte olor a pólvora y súbitamente, unas perdices pasaron revoloteando con torpeza a la altura de los hombros. Temí lo peor y sólo tuve reflejos para tirarme al suelo. Cerré los ojos. Durante unos interminables minutos, me mantuve inmóvil, con la nariz pegada al barro. No quería levantar la cabeza. Una extraña brisa me recorría todo el cuerpo, pero no me inmutaba. Me sentía entumecido, reo de un drama.
Poco a poco, con parsimonia, fui incorporándome. La niebla se había hecho más densa. Dudaba si caminar, correr o gritar para llamar la atención y que no me confundieran con ave o animal de presa. Giré sobre mi propio cuerpo para apreciar todo lo que había a mi alrededor y, finalmente, pude hallar el origen de mis temores. Una imagen espectral, tenebrosa, surgió en la distancia. Eran unos cazadores, con armas en ristre, que esperaban en línea para iniciar una nueva batida. Llevé las manos a la cabeza y me dije: “Ojalá pudiera salir de aquí, volando. Pero no soy pájaro”… Por un momento, perdí el temor y di la espalda a aquellos hombres armados. Todo era niebla, húmeda y fría niebla.
No sé cuanto tiempo estuve caminando, sin mirar atrás, falto de rumbo, inmerso en la neblina. En mi mente se repetía una y otra vez la imagen de aquellos cazadores envueltos en una nube terrestre, plomiza, entre ocre y verde, de tonos muy oscuros. Cuando recobré la calma, caí en la cuenta de que no había escuchado nuevos disparos. La cacería había acabado. No hubo muertes. Ese día, los caminantes sólo habíamos cazado niebla. Porque, en el fondo, yo también era un cazador y, si vuelvo a caminar, tan sólo aspiraré a cazarme a mí mismo, encontrándome en el camino, entre la niebla…
(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue Editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como Jefe de Prensa del Circuito de Jerez.
Crecía una niebla densa en el horizonte,
sin ceder en su expansión,
cerrando el aire, la luz.
Crecía y crecía,
mutando su gris a plomo,
anulando las formas, la materia.
Se borró el amanecer,
tornó de azul a ocaso,
negro inesperado, eclipse total, sin soles.
Pero mis ojos siguieron muy abiertos, vivos,
observando más energía que en día pleno,
como la fuerza que ahora renace en mí, de ti.
© Jesús Benítez
Poema escrito en pretérito pasado bajo influencia de una musa en pretérito perfecto
También te puede interesar
El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Entrando en agujas
Bernardo Palomo
El nuevo gran cambio
Desde la espadaña
Supersticiones
El parqué
Subidas moderadas