El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
No son los mismos veranos de antes. Son diferentes. O los hacemos diferentes. O puede ser que sean los mismos pero los que hayamos cambiado seamos nosotros. Son veranos angustiosos. Enrarecidos. Politizados. Llenos de mentiras y de comunicados. Tras la pandemia más. Recalcitrantes. Con pocas condiciones para relajar el ambiente y hacer que la gente disfrute lo personal. Días de calima que produce bajadas de tensiones y noches calurosas de ventanas abiertas. Además, están llenos de historias para no dormir. Las ciudades son saunas enrabietadas que provocan cansancio en ciudadanos robotizados en busca de la sombra perdida. Los aeropuertos y las estaciones de trenes acumuladores de partículas unipersonales revolucionadas en colas de busca de respuestas a modo de romerías que obligan a moverse sin rumbo, escapar sin motivo o buscar aire oxigenado sin causa médica que lo prescriba. Los cines hibernan sus propias salas a la espera de estrenos de temporada. Las piscinas públicas no dejan de ser charcos magnificados de sudores y césped con residuos microspóricos. Las grandes superficies aparentan gratuitamente como hormigueros de personas buscando aire acondicionado. Los chiringuitos se han convertido en comedores cuarteleros con turnos, masificación y comidas estresantes. Las playas, espacios libres de humos, pero con alta densidad de ocupación por metro cuadrado. Los conciertos veraniegos, la excusa perfecta para concentrar emociones ávidas de ritmo y poder rozarse sin mascarillas. Las carreteras, juegos de coches teledirigidos contaminantes y claustrofóbicos.
Lo cierto es que ya no hay cometas en los cielos de las playas ni bicicletas de las del verano ni cines de verano ni series de Chanquetes que se precien. Por no haber no hay ni ganas de verano.
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