Opinión
Carlos Navarro Antolín
El Rey brilla al defender lo obvio
Nacemos desconociendo por qué y para qué venimos al mundo. Es un misterio que nos corresponde ir descubriendo día a día. Desde niños, mantenemos la incertidumbre sobre el sentido y destino real de nuestras vidas, o la utilidad efectiva que tendrán las mismas. Vamos creciendo y las incógnitas siguen aumentando, viendo pasar etapas que se resuelven con mayor o menor fortuna. Pero los interrogantes siempre estarán ahí, generando preguntas y dudas que buscan una solución desesperada para la propia supervivencia. En el fondo, nuestra vida cabe en un cuestionario, porque existir es como un gran acertijo que en ocasiones se resuelve con una sencilla palabra: reflejos.
La capacidad que tiene el ser humano para reaccionar de forma rápida y eficaz ante un hecho imprevisto, se consideran reflejos. Los reflejos son respuestas enérgicas a estímulos externos o circunstancias sobrevenidas, desde la salvación heroica a un moribundo en plena calle, gracias a una traqueotomía practicada con un simple bolígrafo, o las jugadas imposibles de quienes dominan el ping pong y no dan bola por perdida, hasta los hábiles sexadores de pollos que diferencian raudos y veloces entre machos y hembras. Aparentemente, los reflejos son algo consustancial al ser humano, que forma parte de sus dones naturales, o bien se adquieren con perseverancia. Pero, mal que nos pese, los reflejos no son comunes en la vida cotidiana, más bien resultan excepcionales, porque la sociedad ha derivado a comportamientos autómatas o de indiferencia, exentos de reflejos y sensibilidad, como si de electrodomésticos se tratara.
Contar con reflejos es un valor añadido, garantía de futuro y continuidad de la especie humana. Ser un ejemplo a seguir es perpetuar nuestros reflejos a través del tiempo. Médicos, estadistas, científicos, economistas, inventores, maestros de ajedrez y deportistas, entre otros, llevan los reflejos a niveles magistrales. Leer el pensamiento y actuar en consecuencia también es sintomático de reflejos. Cuando alguien intenta golpearte, los reflejos te protegen o, si careces de ellos, acabas tirado en la lona. Del mismo modo, si te hacen daño con la palabra, los reflejos dialécticos son el único mecanismo de autodefensa.
En la terminología médica, el reflejo es una respuesta automática e intuitiva a los estímulos, un mecanismo para sobrevivir. Hay galenos, como el prestigioso internista jerezano Enrique García del Río, que pone ejemplos prácticos de reflejos, como la ‘teoría del pistolero’, en la que gana un duelo el último en desenfundar. Quien dispara primero realiza una acción voluntaria (pensando con urgencia), mientras que el último lo haría de forma refleja, sin necesidad de meditar lo que hace, pues ya lo tiene preconcebido con menores márgenes de error y eliminando así a su contendiente. Es decir, actuar con astucia y eficacia clínica en la solución de un problema de salud, sin que venza la enfermedad.
Los reflejos tienen también diversas acepciones o significados, como la imagen que se proyecta duplicada en un espejo, o los destellos luminosos que dan brillos misteriosos al agua, o las metáforas con las que poetas y escritores ejemplifican la perpetuación de unos padres a través de sus hijos como sombras alargadas. Los sentimientos más puros son reflejos que brotan desde el corazón, como quien encuentra entre la multitud a un amigo que no veía desde hacía décadas. Los reflejos se manifiestan de forma espontánea e inmediata, sin titubeos, pero su origen viene determinado por un conocimiento profundo de las vicisitudes humanas, tras haber memorizado experiencias enriquecedoras y posibles soluciones, o desarrollando métodos de actuación que refuerzan el carácter y una conducta siempre implicada en las necesidades que demanda la sociedad.
La carencia de reflejos conlleva una vida hueca, inexpresiva e intrascendente. Los reflejos describen a personas tan inteligentes como ingeniosas, comprometidas y rigurosas. Delatan también a las típicas estatuas de sal, esos seres inanes, dubitativos y parsimoniosos, que prefieren no implicarse, o que se sienten más cómodos estando al margen. Entre estos últimos se incluyen también los egoístas patológicos, aquellos que sólo utilizan los reflejos para limpiarse su ombligo. Una persona con reflejos se adelanta a los acontecimientos, suele ser juicioso, con un alto sentido de la responsabilidad, astuto y concienzudo; prefiere una meditada acción preventiva antes que llegar a soluciones improvisadas para grandes problemas. Los reflejos son como un calambre que surge en el cerebro para enviar sangre urgentemente al corazón y despertar a los cinco sentidos: vista, oído, gusto, olfato y tacto, todos activos. Es así como movemos cielo y tierra.
El mundo académico, los libros, la fotografía, el cine, los medios de comunicación, cualquier manifestación creativa y artística son, o deberían ser, reflejos del conocimiento. Entregar lo mejor de nosotros mismos a los demás, es la mejor demostración de reflejos, como esos trabajadores inasequibles al desaliento en la atención a la seguridad ciudadana, la infancia, los enfermos o la tercera edad. Quien cuenta con reflejos suele observar y actuar sin dilación. Nunca dudan, sólo precisan una rápida composición de lugar para intervenir con determinación y mente fría.
Aunque existen variopintos ejemplos, un ser sin reflejos es comparable a un florero que no interactúa con sus semejantes, aquellos que mantienen una pose estática, inactiva, vacía de contenido. Pese a que ofrezcan apariencias vistosas, las personas sin reflejos carecen de empatía, son superficiales, casi anecdóticos, testimoniales y, para más inri, dependientes (no autónomos), pues precisan ser “regados” por alguien con reflejos antes de marchitarse.
En definitiva, los reflejos son un síntoma de vida y la ausencia de ellos es como un alma congelada, nada duele. De hecho, hay quienes alcanzan el poder mintiendo e intentan perpetuarse en él congelando almas, aprovechándose para ello del agotamiento, la desidia y, sobre todo, la falta de reflejos de una ciudadanía ‘anestesiada’ o indolente…
(*) Jesús Benítez, periodista y escritor, fue Editor Jefe del Diario Marca y, durante más de una década, siguió todos los grandes premios del Mundial de Motociclismo. A comienzos de los 90, ejerció varios años como Jefe de Prensa del Circuito de Jerez.
Del negror de mi pasado
nació la pluma de mi poesía,
con mis impulsos, lamentos y sufrimientos,
las palabras se convirtieron
en tinta de nostalgias e inquietudes.
Los hombres y la libertad en el verso
fueron presa de la soledad y el aislamiento,
y me sumí en el anacronismo de mi mente y persona,
mientras la prosa se internó en el desván del tiempo.
Los sollozos no encontraron rimas en la noche,
las voluntades perdidas viajaron en la pereza de un futuro,
mis esperanzas se desvanecieron con el frío de la impotencia,
y las ayudas no recibidas destruyeron los deseos de alegría.
No logré pasar la barrera de la incomprensión,
me abordaron la introversión y la incomunicación,
poco a poco fui cayendo en desesperanzas,
con apatías destruí virtudes.
Pero un día, un mes, un año,
algo abrió mi corazón y rasgó mi alma,
me encontré a mí mismo, era yo,
y la poesía volvió a nacer,
un día, un mes, un año.
© Jesús Benítez
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