El parqué
Álvaro Romero
Descensos moderados
Desde la espadaña
No hizo falta más. Miré inmediatamente el DNI y comprobé que estaba caducado. Porque uno siente la discriminación social indirecta hasta por vía de piropo amistoso, en ese uso inadecuado del lenguaje, cuando te dicen: ¡Qué bien te conservas! Ahí empieza el edadismo. Después, como un poseso, miro la edad de quienes trabajan en el cine y la televisión, y ni las moscas te representan. Está claro: discriminación laboral. Sin que te des cuenta, la edad comienza a hacer mella con catalogaciones, divisiones y desventajas. Exceptuando el descuento en RENFE. Aparecen los prejuicios, y, desde entonces, hasta la DGT pone un asterisco en tu permiso por peligrosidad inherente.
Da igual como te encuentres, ni cómo te percibas (aquí no cuenta la nueva ley de género de percepción subjetiva), eres viejo y las creencias estereotipadas te llevarán a una sospecha incapacitante; sin el privilegio de un aparcamiento exclusivo. No es que me pille de sorpresa, porque en la última celebración de cumpleaños que me hicieron, tenía la tarta un desfile de antorchas encendidas que ni ‘pa´qué’. La realidad se impuso mostrenca cuando intenté soplar sobre ellas sin conseguir apagarlas todas. Está claro que la vejez es un tirano inapelable; aunque no son de estas arrugas de las que me interesa hablar ahora, sino de las del alma.
La sociedad no es empática con las edades avanzadas. Lo vemos en las empresas que, con las jubilaciones anticipadas, se sacuden el polvo de los mayores. Supongo que para contratar a jóvenes por menos dinero. Edadismo económico le llamo yo, está claro. No sé cómo se pueda evitar el edadismo si no se apuesta por una empatía inclusiva de los mayores sin importar la edad, por la misma razón que no debe importar el género ni la procedencia, como así lo manda el régimen de lo políticamente correcto. Aparece la hipocresía de lo que interesa a la sociedad y de lo que aparece como desechable y excluyente. Las personas que perciben este modo de exclusión, por razón de edad, sienten cómo se debilita su psicología, cómo se somatiza negativamente su salud y cómo al verse excluidos de los intereses sociales claudican en depresión y enfermedades irreversibles.
Así de crudas son las cosas: el edadismo tiene efectos nocivos sobre la salud de las personas mayores. Hasta tengo la fundada sospecha de que en los protocolos (no escritos abiertamente) que se establecen en la Seguridad Social también varía la posibilidad de hacer más o menos pruebas (que son caras) en función de la edad que se tenga por encima de la dolencia que se padezca. Que se es anciano, se le echa un vistazo; que se es joven, se hace PEC, TAC, IRM… si fuera preciso. Porque la edad es criterio para considerar qué sea o no material de desecho. Se me pone la carne de pollo de sólo pensarlo; pero durante la eclosión de la pandemia ha sido el criterio a seguir, sin que nadie hubiera rechistado lo más mínimo. Criterio: la edad. Aquí paz y después gloria. La que sin duda tienen cuantos se han ido.
Que hay estereotipos, prejuicios y discriminación por edad, como asegura la OMS, es un hecho. Que ello afecta a la salud mental de los mayores es otra probada realidad. No es nada nuevo que se hable de la edad (edadismo), o que se clasifiquen los tramos de las mismas. Al fin y al cabo, todos nos incluimos en alguno de ellos; el problema se da cuando los incluidos en ciertos tramos son, a su vez, excluidos ¡Qué triste! Nos estamos volviendo viejos (todos), y la sociedad, que cada día es más ‘edadista’, no se da cuenta de que anda pisando la cola de la pescadilla a la que vamos a llegar todos, inexorablemente.
Ahora, para que no nos echemos a llorar, los gerontólogos han inventado el envejecimiento activo, con lo que, a base de eufemismos, podremos cantar, bailar y luchar contra tantos prejuicios, si las piernas y el sistema límbico lo resisten. Yo, por mi parte, seguiría considerando el viejo adagio: ‘Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer’. Porque, aunque las fuerzas nos disminuyan en la escalada de la vida, la mirada se vuelve más amplia, más libre y más serena.
Convendría entender mejor la vejez y el envejecimiento, intercomunicar las relaciones intergeneracionales, con el fin de mejorar la diversidad y heterogeneidad de una sociedad abierta y humanizadora. Ni todos los mayores son ‘cascarrabias’ ni todos los jóvenes son sanos. Los estereotipos sólo sirven para dividir, menguar y empobrecer lo que somos. Todos aportamos algo. Porque hasta en cualquier etapa de la vida se puede establecer la limitación improcedente que el edadismo social establece para unos pocos ¡craso error! –‘Ya te queda poco’, le decía un joven engreído a un anciano achacoso. –‘Llaman de todas las quintas’, contestó el viejo. Pues eso.
No hay limitación exclusiva, ni topes que permitan la exclusión de unos sobre otros, como está sucediendo en la pragmática y eficientista sociedad actual. El edadismo, que impregna nuestro mundo, no hace sino deshumanizar y despersonalizar la existencia. Los mayorcitos, viejecitos, jubilados y pensionistas, los ancianitos infantilizados por nuestro lenguaje, no son trastos a quienes haya que desechar; como si la edad joven lo fuera todo, lo decidiera todo, y todo lo determinara. En absoluto.
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